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Casas de damnificados ubicadas a un costado del puente sobre el río Jama.

Al llegar a Jama desde la vía a San Vicente, una de las imágenes que atraen la atención está a un costado del río, al ingreso a la cabecera cantonal. Ubicadas en hilera, casi ocultas por las barandas de la estructura, hay cerca de diez casitas, hechas con cartones, trozos de caña y plástico. Son de personas a las que la calamidad empujó a vivir junto a un puente.

El único piso que tienen es la tierra húmeda, por donde corretean los niños descalzos y andan los animales domésticos. Los ocupantes de este ambiente, en el que se respira hacinamiento y pobreza extrema, son doce familias, de un mismo grupo que después del terremoto fueron desalojadas del terreno en que vivían.

José Antonio Barre trabajó durante 45 años, desde cuando aún era adolescente, para un hacendado que, en gratitud, le regaló un área de terreno. Pese a que nunca legalizó la propiedad, allí se asentó con sus hijos y las familias de estos. Con el terremoto, las casas que habían construido Barre y sus familiares se destruyeron, pero las reemplazaron por vivienda de caña.

La paz en que vivían se interrumpió cuando llegaron unas personas -no dice quiénes ni por qué- a expulsarlos del predio.

Sin un lugar dónde habitar, ocuparon un terreno junto al puente, un espacio considerado como zona de riesgo, por estar muy cerca al cauce fluvial. Allí sobreviven de la pesca en el río y, cuando se puede, de la agricultura, porque no hay fuentes de trabajo.

Yanira García menciona que los políticos les han ofrecido reubicarlos, pero ninguno ha cumplido la promesa, pues solo les interesa el voto; después, se olvidan. Asegura que han acudido a las instituciones públicas, en busca de una solución; sin embargo, les han contestado que no tienen recursos para ellos.

A la espera de que ocurra algo que cambie su situación, incluso frente a la posibilidad de un desalojo, pasa sus días entre los quehaceres y alguna otra actividad de supervivencia.

El ambiente en este lugar es entristecedor. Sobre el lodo, a orillas del río Jama, juegan los niños, se alimentan los animales, caminan las personas. Hay basura, estiércol y tierra húmeda. En estas cabañas se ha vivido de todo, desde el dolor de una enfermedad hasta la ilusión por el nacimiento de un niño.

José Antonio Barre deja notar su decepción cuando habla de la experiencia de vivir junto a un puente. Los mosquitos los invaden todo el tiempo. Cuando llueve, no pueden dormir porque el agua inunda sus largamente improvisados hogares. Los niños suelen enfermar de gripe o fiebre. Pero aun en esta calamidad, prefiere no esperar nada de las autoridades porque, recalca, no ayudan a nadie y, más bien, les han dicho que los van a desalojar, sin ofrecerles ninguna opción.

Si eso pasa, no les quedará más que refugiarse debajo del puente o buscar algún otro sitio, tal vez a la orilla de una carretera, manifiesta.

Tanto Barre como sus familiares, en la lucha por sobrevivir, practican la caza o la pesca, o realizan alguna actividad que les encomienden.

En ese mismo lugar vive Jorge Andrade, quien hace unos años sufrió cortes en ambas piernas al resbalarse de sus manos una cortadora de maleza tipo guadaña. La máquina cayó directamente en las extremidades de Jorge, quien necesita someterse a operaciones quirúrgicas y terapias de rehabilitación, pero por falta de dinero no puede ir a una ciudad donde haya un hospital.

Jorge cree que no ha sido atendido porque no tiene dinero ni influencias. Trata de calmar sus dolores con pastillas, e incluso en alguna ocasión se intoxicó porque, desesperado por aliviarse, ingirió más medicina de la cuenta.

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