Era tan solo una niña cuando se lanzó a pelear contra el mundo. Cinco años, seis tal vez, quién sabe, ella ya no lo recuerda bien.
Solo tiene en su cabeza la imagen de subirse a un bus en el cantón Cayambe y llegar a Quito asustada, perdida.
Deambuló por varios días hasta que un agente de la Policía de Menores la recogió y la dejó en un albergue de monjas. Allí estuvo por meses, pero el lugar cerró y uno de los trabajadores la llevó a vivir a su casa.
No estuvo mucho tiempo, la esposa de la persona que la adoptó no la quería, y la llevaron a las puertas de otra fundación llamada Remar.
Había cumplido ya siete años y se quedó a vivir allí.
Los años pasaron y hasta ahora está en ese lugar, ya con 29 años y tres hijos.
“Me gusta lo que hace la fundación. Ayuda a personas que lo necesitan. Creo que hubiera crecido en malos pasos, caído en las drogas si ese lugar no me abría las puertas”, expresa.
Este es el desenlace de la infancia de Blanca Quishpe.
Blanca creció en la Fundación Remar. Estuvo allí hasta los 16 años, luego se fue, salió embarazada, formó una familia, pero su esposo la dejó, así que decidió regresar al lugar que la acogió de niña, a darse una oportunidad más, y allí sigue hasta ahora.
Remar acaba de abrir sus puertas en Manta.
Se trata de una casa de acogida para madres solteras, niños en condición de riesgo y jóvenes con problemas de adicción.
Tienen una instalación en el barrio El Pacífico. Allí elaboran galletas y otros bocaditos para financiarse.
Jaime Orozco es quien está a cargo del lugar.
Cuenta que llevan 27 años en Ecuador, pero a nivel mundial están en 73 países.
La sede principal está en Quito. En Manta han llegado con un equipo a trabajar.
Se trata de gente que ha sido rescatada por la fundación y que ahora quiere brindar sus servicios.
“No cobramos nada. Para muchos somos la última opción. Las madres no tienen un lugar dónde ir, aquí tienen una puerta abierta”, expresó.
Orozco comentó que quieren abrir un comedor para personas de escasos recursos. Esa será la otra manera que tendrán de servir a la ciudad.
Jefferson Párraga también llegó siendo un niño a la fundación. La pobreza hizo que él y su madre buscaran ayuda.
Allí también creció, estudió y luego, en el mismo sitio, conoció a quien sería su esposa, Carolina Quintero.
Ahora ya tienen tres hijos, de 3, 9 y 11 años.
Ellos señalan que el trabajo que realiza la fundación es muy bueno, pues les dan una nueva oportunidad a las personas que se hallan en problemas.
Carolina, su esposa, ingresó a los cuatro años con su madre.