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La vivienda de Manuel Cuzme, construida junto a un brazo de mar, en Bahía de Caráquez.

A Manuel Cuzme la tragedia lo sorprendió en casa de una tía, a quien le pagaba veinte dólares mensuales por ocupar una habitación, en Bahía de Caráquez, cabecera del cantón Sucre. Tenía una pareja con quien ya había procreado un hijo, pero no convivían debido a las complejas condiciones económicas que tenía que enfrentar.

El terremoto lo cambió todo. La casa en que vivía se destruyó y él, sin nada más que unas cuantas cosas y acompañado por su padre, se fue al sector Club de Leones y plantó una casucha en un espacio público, junto al estuario del río Chone.

Se sumergió en una incertidumbre mayor que la que vivía hasta entonces. Perdió lo poco que tenía, se quedó sin nada y se vio obligado a empezar otra vez, desde esas cuatro paredes de plástico y cartón, en el predio recién invadido. Borrón y cuenta nueva.

Con el tiempo, su padre murió y él fue en busca de su pareja para resurgir juntos. Ella aceptó y desde entonces comparten el espacio, con todas las limitaciones que conlleva y ya con dos hijos.

Allí, entre la humedad y el olor salino del brazo de mar, los mosquitos y la absoluta carencia de servicios básicos son parte de su rutina.

Manuel tiene como única fuente de trabajo una motocicleta, que le sirve para trasladarse, transportar a otras personas y hacer mandados a quienes solicitan sus servicios. También sabe de albañilería, pero nadie lo contrata.

Su mayor esperanza es la reubicación, como le han ofrecido tantas veces, y conseguir un trabajo formal que le permita sacar adelante a su mujer y a sus hijos, que son, junto a su moto y su tesón por enfrentar la dureza de la vida, lo más preciado que tiene.

A unos diez metros de distancia vive Enma María García. No necesita palabras para expresar cuán ruda puede ser la vida. Su rostro y sus gestos hablan de ello. De esa vida que creyó haber perdido en agosto de 2021, cuando uno de sus hijos se ahogó en el mar, mientras pescaba.

Enma habita con otros diez miembros de su familia una endeble vivienda que tiene por piso la tierra húmeda mezclada con la arena del estuario. Las paredes están hechas de trozos de caña guadua, plástico y cartón. En el techo, algunas láminas metálicas protegen a medias del sol y de la lluvia.

Para que puedan cruzar de un lado a otro de la casa, los niños son cargados en brazos por las personas mayores. Saben que al pisar el suelo con los pies desnudos podrían enfermar. Comen y juegan sobre las camas, escasamente ocultas por cortinas y plásticos. Ahí viven todos, sin privacidad y expuestos a cualquier enfermedad.

La señora habla con resignación de lo que ha pasado después del terremoto. La casa donde arrendaban se cayó con el sismo. Luego, buscaron un sitio para pernoctar y lo hallaron junto al estuario, al lado de los surtidores de combustible de una cooperativa pesquera. Es riesgoso, lo saben, pero no tienen a dónde más ir; ni siquiera poseen dinero para pagar el alquiler de alguna casa que les dé mejores condiciones de vida.

Así, no han faltado los ofrecimientos, sobre todo en tiempos de campaña electoral.

Todo el tiempo es lo mismo, dice. Los funcionarios llegan, preguntan, anotan, toman fotos y se van. Algunos le prometieron priorizar su caso, luego de la muerte de su hijo, pero no regresaron por ahí ni le dijeron cómo hacer. Hasta ahora espera.

Ella y sus hijos trabajan en la pesca. Tienen tres bongos, en los que se adentran en el mar, en busca de peces para el consumo propio y para vender. Unas veces les va bien; otras, no consiguen nada. Pero esta es la única forma de subsistencia que tienen y deben resignarse a las jornadas buenas, a las malas y a las pésimas.

Lo que sí quisiera, señala, es que, si deciden reubicarla, lo hagan en el mismo Bahía de Caráquez, en un lugar cercano al brazo de mar para facilitar su trabajo en la pesca.

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