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Es innegable que los ciudadanos estamos expuestos a una silenciosa amenaza, disfrazada de normalidad, que en cualquier momento puede golpear nuestra salud y, peor, nuestras vidas.

El coronavirus ha afectado economías, gobiernos, familias, personas… ha barrido con la estabilidad de un mundo que se creía muy preparado científica, social y tecnológicamente.
En medio de esta confluencia de crisis que ha acarreado la pandemia, los ecuatorianos estamos indefensos y con un riesgo mucho mayor por la desatención de quienes administran la salud desde el campo público.
El Estado no está siendo responsable de la salud de los ciudadanos. Muchos de nosotros hemos palpado la desesperación de familiares de personas que reciben tratamiento contra el COVID-19 en los hospitales públicos, sean del Ministerio de Salud o del IESS, a quienes les solicitan la compra de medicamentos costosos y que no hay en el medio.
Una familia que se sostiene a medias con un salario disminuido no tiene dinero para conseguir dosis diarias de medicamentos cuyos costos exceden los 100 dólares, pagar exámenes en laboratorios particulares y costear los gastos adicionales que todo esto representa.
Si un trabajador paga un seguro de salud obligatorio, en el que encontrar cita médica es una lotería, debería tener (o tiene pero no se lo otorgan), por lo menos, el derecho a que ese seguro costee su tratamiento; pero no es así. Ni siquiera tienen medicinas básicas, peor para una costosa dolencia como esta.
La Constitución manda al Estado garantizar “el derecho a la atención especializada y gratuita en todos los niveles, de manera oportuna y gratuita” a toda persona que sufra de enfermedades catastróficas o de alta complejidad.
En Ecuador hay una notoria escasez de medicamentos para sedación y analgesia, que se utilizan en las unidades de cuidados intensivos para el tratamiento de quienes tienen problemas de ventilación. En Manabí es tarea imposible conseguirlos y, si los hay, cuestan mucho. El Gobierno tampoco los provee, pero sus médicos sí los solicitan, obligando a los familiares a una penosa odisea, incluso a viajar a otras ciudades, para conseguirlos. Y eso para quienes tienen cómo costearlos, porque de lo contrario hay que hacer colectas, organizar rifas o vender cualquier cosa.
A las crisis económica, social y sanitaria que trajo el COVID-19 hay que sumarle otra: la de la solidaridad pública. Un Estado que deja indefensos a sus ciudadanos ante una enfermedad tan catastrófica no puede calificarse de solidario y humano. 
 
José Leonardo García Parrales