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 Sus padres la trajeron desde las calientes tierras del Brasil y Commerson la bautizó como Boungainvillea en homenaje a Luis Boungainville, pero nuestros sabios ancestros la llamaron por el nombre del período que la hace más atractiva, la época que ya no llueve: veranera. Cuando llegó  a Manabí se adaptó rápidamente al calor, las cortas lluvias y a la sequía de las zonas planas y lomas o de los maceteros que la incitan a mostrar su flores coloreadas de blanco, amarillo, rojo o anaranjado. 

Don Ceibo, en masculino, como lo llamamos los manabitas, el árbol sagrado de la mitología maya que recibió su nombre de pila en femenino por Linneo y Gaertn,  había llegado desde Mesoamérica para enseñorearse en nuestras zonas áridas casi como un gigante solitario y fantasmagórico, vistiéndose de un ropaje verde desde que empieza a subir la temperatura y la humedad ambiental en diciembre-enero y desnudarse totalmente en verano para dar paso a sus frutos que luego se abrirán para ofrecer su lana que hasta hace pocas décadas era utilizada abundantemente para facilitar el sueño del manabita.
Mientras ella comenzaba a estirar sus ramas, a clavar sus raíces en la blanca tierra de nuestras lomas  y a dar sus primeras flores, el Ceibo que ya estaba fuerte, alto y robusto, la miró extasiado porque la había estado esperando desde hacía varias lunas en las mismas áreas de pendiente donde ella estaba asentándose. Crecieron juntos y en forma amistosa, sin disputar el territorio ya que había suficiente espacio para ambos. Las largas espinas de la Veranera apenas lo rozaron y sus ramas suavemente acariciaron al Ceibo. Ella le obsequió sus flores y él complacido le extendió sus retorcidos pero delicados brazos, para que subiera hasta su copa y mirar desde lo alto el “valle florido de arrabales lindos” y con sus vivos colores colocarle una “corona triunfal” a las colinas de la ciudad de don Vicente Amador Flor.  
El espectáculo visual que ofrece la simbiosis romántica de estos dos reyes de nuestras lomas se observa más vivo, porque es la época en la que sus vecinos vegetales languidecen y se desfolian, mientras que flores y lana se unen para alegrar el otrora paisaje gris que en los meses de verano mostraban nuestras colinas. Que este sea el espectáculo de colores que en pocos años muestren las murallas de Portoviejo.
Anhelamos que el trabajo de siembra y mantenimiento de miles de veraneras que ya fue empezado por nuestra Municipalidad siga con intensidad, hasta lograr que una amplia banda de estas plantas descienda de las colinas que circundan Portoviejo y que, además de embellecerlas, contribuirían a reducir la erosión causada por las lluvias y el viento, y como refugio de abejas y otras formas de vida animal.