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Una noche de octubre, llegando a casa, los secuestradores los estaban esperando.

La familia había salido a hacer compras, apenas eran las 20h00. Andrés, el padre, se bajó de la camioneta para abrir la puerta del garaje, mientras que su esposa y sus dos bebés se quedaron adentro del carro.

Cuando el portón se abría, Andrés (nombre protegido) escuchó un frenazo, muy brusco.

Un auto se les puso al frente, de ahí bajaron unos cinco sujetos, todos armados, y con gritos e insultos apuntaron sus armas contra la camioneta, de inmediato la mujer salió, despacio, tomando en brazos a sus bebés.

A los delincuentes no les importó nada y amenazaron a  la madre y a los niños, poniéndoles una pistola en sus cabezas.

Andrés, al ver eso, enseguida salió, con los brazos arriba, diciendo que a ellos no les hagan nada, que se lo lleven a él.

Lo embarcaron a empujones al vehículo en el que andaban y se lo llevaron. También se robaron la camioneta.

El peor momento

Andrés no sabía lo que estaba pasando, pero trató de siempre calmarse.

“Estaban drogados, estaban como locos”, contó el hombre, quien dice ser un microempresario radicado en Santo Domingo desde hace más de cinco años.

A él lo maniataron, le cubrieron el rostro y lo llevaron a un lugar desconocido. Se venía lo peor.

Al llegar a un área donde hay monte, le sacaron los zapatos, lo hicieron caminar sobre hierba y piedras, lo obligaron a arrodillarse y lo pusieron contra una pared y lo apuntaron en la cabeza. “¿Cuál es la orden”, preguntó uno de los raptores.

“Que lo dejen quieto”, respondió otro.

Andrés confiesa que pensó en la muerte, pero esa frase lo tranquilizó.

Después de eso lo torturaron, lo obligaron a dar las contraseñas de sus cuentas bancarias a punta de golpes, pues no las recordaba. Incluso lo empezaron a apuñalar en una pierna.

“¿Qué más quieren, a qué hora me van a soltar?”, les preguntaba Andrés, puesto que ya le habían robado todo y no sabía qué más le deparaba.

Hasta que uno de los maleantes le contestó: “Quédate tranquilo, salvaste a tu familia”.

Fueron cuatro horas de incertidumbre y temor para él. Mientras que en casa, su mujer había llamado a la Policía, que le dijo que no denuncie un secuestro sino hasta el otro día, cuenta Andrés.

A las doce de la noche, Andrés quedó solo, en medio de la vegetación, el frío y la oscuridad. La pesadilla terminó, los secuestradores se habían ido.

La víctima pudo soltarse, caminar y salir a pedir ayuda, descubriendo que estaba por el sector del baipás Quevedo-Chone. Minutos después pudo reencontrarse con su esposa y sus bebés.

Han pasado más de 15 días de aquel episodio de terror, ese 24 de octubre que traumatizó a su esposa. Ella no sale de casa, ni siquiera llega a la puerta.

Andrés cree que la delincuencia está acabando con la gente productiva y la inversión en la ciudad.

“No podemos vivir escondidos en casa. Esto puede acabar, pero en años, el sistema está contaminado. El que realmente tiene  el poder en este país es la delincuencia”, expresó.