El 7 de febrero de 1979, el cabo Espedito Dias Romão estaba a punto de concluir su turno en Bertioga, Estado de São Paulo, Brasil, cuando sonó una llamada de emergencia. Lo que parecía un servicio más de rutina se transformaría, sin que él lo supiera, en el cierre de uno de los capítulos más oscuros del siglo XX.
En la playa de la Ensenada, encontró a un hombre sin vida. El cuerpo yacía en la arena, acompañado por una pareja de austríacos, Wolfram y Liselotte Bossert, que se apresuraron a explicar que el fallecido era un compatriota suyo, Wolfgang Gerhard, de 54 años. Así quedó registrado en el acta policial: un extranjero que había muerto ahogado en el mar brasileño.
Solo seis años más tarde, en 1985, el mundo conocería la verdad: aquel cuerpo pertenecía a Josef Mengele, el médico nazi conocido como el “Ángel de la Muerte” de Auschwitz.
Una fuga interminable
El 17 de enero de 1945, a pocos días de la llegada del Ejército ruso a Auschwitz, Mengele escapó del campo de concentración que había convertido en un laboratorio del horror. Allí, durante años, seleccionó a prisioneros para trabajos forzados o para las cámaras de gas, mientras ejecutaba experimentos brutales: inyecciones químicas en los ojos, amputaciones sin anestesia y esterilizaciones con cemento líquido.
En su “zoológico humano” sometió a gemelos, enanos y personas con discapacidades a pruebas médicas diseñadas para quebrar cuerpos y espíritus. Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, Mengele vivió en Alemania bajo identidades falsas, hasta que en 1949 huyó a Sudamérica. Argentina, Paraguay y Brasil fueron estaciones de una fuga marcada por nombres inventados: Helmut Gregor, Peter Hochbichler y, finalmente, Wolfgang Gerhard.
En Buenos Aires llevó una vida relativamente cómoda, gracias a los recursos de su familia y a la red de exoficiales nazis que lo protegían. Incluso llegó a fundar una farmacéutica. Pero la captura en Argentina de Adolf Eichmann, otro criminal nazi, en 1960 cambió el clima. El círculo parecía cerrarse y Mengele entendió que su vida en Argentina ya no era segura.
El refugio en Brasil de Josef Mengele
En 1961, el médico se refugió en Brasil, oculto primero en Nova Europa y más tarde en Serra Negra, en el interior paulista. Entre colonias de inmigrantes centroeuropeos, fue conocido como “Pedrón”. La familia Stammer, de origen húngaro, le ofreció cobijo en una propiedad rural donde construyó una torre para vigilar los alrededores. Desde allí pasaba horas con binoculares, presentándose como ornitólogo para justificar su obsesión por mirar el horizonte para estudiar las aves.
La paranoia era su compañera constante: no salía sin pistola, evitaba cualquier contacto social y hablaba poco. Para él, cada sombra podía ser un agente del Mossad, la organización de inteligencia de Israel. En 1977, su hijo Rolf lo visitó en Brasil durante dos semanas. En una entrevista posterior, en un programa de la televisión estadounidense, reveló que su padre nunca mostró arrepentimiento. Mengele se defendía con el viejo argumento de “cumplir órdenes”, negando toda responsabilidad moral, así se narra en un reportaje de la BBC.
Mientras tanto, sobre su cabeza pendía una recompensa millonaria: 3.4 millones de dólares ofrecidos por gobiernos y organizaciones judías a quien lograra capturarlo. Nadie la cobró.
Muerte y exhumación
El 7 de febrero de 1979, una ola más fuerte que él lo arrastró en Bertioga. La autopsia determinó que había muerto ahogado. Fue enterrado en el cementerio de Nuestra Señora del Rosario en Embu das Artes bajo el nombre de Wolfgang Gerhard.
En 1985, tras la filtración de correspondencia sospechosa desde Alemania, la Policía Federal brasileña ordenó la exhumación del cadáver. El antropólogo forense Daniel Romero Muñoz encabezó las pruebas, que apuntaron con claridad hacia Josef Mengele. En 1992, los análisis de ADN realizados en Inglaterra confirmaron la identidad sin lugar a dudas.
Lejos de descansar en paz, sus restos encontraron otro destino: desde 2016 se conservaron en la Facultad de Medicina Forense de la Universidad de São Paulo, como material de estudio. Su hijo Rolf nunca reclamó el cuerpo.
Un final sin justicia
Josef Mengele murió como había vivido desde 1945: esquivando a la justicia. Durante más de cuatro décadas fue perseguido por agencias internacionales, gobiernos y organizaciones como el Centro Simon Wiesenthal, sin que nadie lograra detenerlo. Para los sobrevivientes del Holocausto y sus descendientes, el hecho de que encontrara la muerte en una playa tropical, lejos de un tribunal, significó una herida abierta. No hubo juicio, no hubo condena.
La imagen final es la de un hombre tumbado en la arena de Bertioga, identificado bajo un nombre falso, oculto hasta después de la muerte. El mundo tardó seis años en confirmar que aquel cuerpo era el del médico que había decidido quién vivía y quién moría en Auschwitz. La ola que lo derribó cerró una fuga de 34 años. Pero no alcanzó a borrar el legado de horror que dejó tras de sí.