Vi ayer juntos a tres, y solo uno de ellos llevaba mascarilla, pero a la hora de beber era un estorbo su mugriento tapabocas y por eso se lo sacó. Tomaban en silencio, no tenían nada que decir. Los tres debían estar pensando dónde conseguir un dólar más para comprar la siguiente botella. 

Los que no estaban en silencio eran los vendedores. Es la temporada de limón. “Treinta limones por un dólar”, gritaba uno. Otro más ingenioso decía que el limón tiene vitamina C y eso es bueno contra el coronavirus. 

Una mujer exhibía un letrero donde se leía que era venezolana y necesitaba dinero para comer. La acompañaba una niña de diez años. Ninguna de las dos usaba mascarillas. Le di un par de monedas y con eso engañé a mi conciencia. Mi obra de caridad del día. Mi gesto de buena persona. Mentira. Lo que debí hacer es llevarlas a mi casa e invitarlas a comer. El miedo a que estén contagiadas del covid-19 me lo impidió. No tuve agallas para hacerlo.

Adriana tampoco lo permitiría. Ella no se cansa de decirme, cada vez que salgo a la calle, que tome todas las precauciones para no contagiarme, que no le dé la mano a nadie, no hable muy cerca de la gente y no me pase la mano por el rostro. Que piense que tengo tres hijos pequeños y no sea un irresponsable.