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Manabí
Su madre lo regaló cuando era niño, tres veces

Últimamente llegan muchos serranos, dice Cecilia, de 45 años, cabello rizado, madre de cinco hijos y esposa de un pescador llamado Ángel.

Lunes 24 Septiembre 2018 | 11:11

Ambos están criando a dos nietos de 6 y 8 años, hijos de un hijo suyo que ahora trabaja en Quevedo, lejos de Cojimíes.  “El año pasado llegaron a pedirme al mayorcito. Vino un serrano y me preguntó si no se lo regalaba, porque es atento y trabajador y les hizo de guía, les consiguió pescado barato y todo lo demás”, cuenta.

Cecilia le dijo que no. Porque ese muchachito no era suyo y ella no puede entregar algo que no es suyo.Desde hace 15 años aproximadamente Cojimíes está viviendo un boom turístico. Llega gente de diferentes ciudades del país, especialmente de la región Sierra. 
El pueblo fue por más de cien años solo un sector  pesquero. Lo fue hasta el 2003. Apenas había dos hoteles, pero empezaron a llegar los bares y más sitios de hospedaje, y el pueblo perdió su tranquilidad para dar paso a cientos de turistas que buscan sus playas los fines de semana.   
Es sábado es uno de esos fines de semana, tres días de feriado para todo el país. Hay turistas de la Sierra, gordos unos, flacos la mayoría, de piernas delgadas y cuerpos pálidos que caminan por las calles en calzoncillos de baño, pantalonetas, trikinis, bikinis; algunos, los más recatados, usan pareos para cubrirse, incluso sábanas. Sus cuerpos escuálidos contrastan con las panzas cerveceras y la contextura gruesa de los pobladores de Cojimíes. 
“Algunos suelen preguntar si aún siguen regalando niños”,  dice Cecilia. “Hay gente que cree que aquí todavía se pueden conseguir niños así por así”, expresa. Eso pasaba hace años. 
Cecilia cuenta que algunos de esos niños no solo se quedaban viviendo allí, sino también que se los llevaban a otras ciudades cercanas: Santo Domingo, Pedernales, Jama, Manta, al campo, quién sabe dónde mismo, señala.   
José Manuel, por ejemplo,  vive en Manta, pero nació en Santo Domingo, a dos horas de Cojimíes. Allí también llegaron algunas familias de Esmeraldas. En esa provincia el 81 por ciento de la población se considera mestiza, según un censo del Gobierno, pero en segundo lugar con un 7,7 por ciento está la población afroecuatoriana (de raza negra). Allí, en esa provincia, empezó su historia. 
 
Un paseo al abandono. “Nadie le entrega su hijo a un extraño para que le dé un paseo a las seis de la tarde. Eso me dijo mi mamá, ‘vamos a un paseo’, y me vistió para llevarme al parque. Me entregó a una señora que yo no conocía. Ya tenía cuatro años, sabía que me estaba regalando por tercera vez”.
José Manuel no guarda rencor, pero no quiere ver a su madre. Los primeros días, luego de haberlo entregado por tercera vez a una familia, la encontró en la calle, pero se escondió tras las piernas de la mujer a la que lo habían entregado, alguien llamada Emperatriz que murió hace dos años y a la que considera su madre y su abuela.  
“No sentí nada, porque no me explicaba por qué lo había hecho, tampoco por qué en ese momento me quería acariciar como un hijo”, dice. Fueron dos o tres encuentros de esos, luego ya no la ha vuelto a ver. Y siente que no lo necesita.
José Manuel vivía en Monterrey, un pueblo ubicado en el cantón La Concordia de Santo Domingo. Su familia era muy pobre, llegó desde Esmeraldas. Su madre tenía 11 hijos que criaba sola porque su padre huyó, y fue allí cuando empezó la historia de José Manuel.
Dicen que todo inició con la muerte de su abuelo. Y digo “dicen” porque a José Manuel no le consta que haya sido así, pero esa es la historia que le contaron.  
Una noche, cuando él apenas tenía meses de nacido, tal vez unos seis, su abuelo llegó borracho a golpear la puerta de su casa con un machete. Quería ingresar, había discutido con su padre. Desde adentro su padre soltó un disparo y lo mató. Luego huyó de Monterrey.
Pasaron meses y su madre empezó a regalar al niño. Apenas tenía un año. Una familia lo acogió, pero meses después lo devolvió.
“No me querían porque había niños más grandes que yo y ellos me pegaban, y yo no me dejaba y les pegaba aún más. Me regresaron y luego me volvió a regalar por segunda vez, a los dos años, y otra vez me devolvieron por peleón, así me contaron que pasó”, dice José Manuel, sonriendo, contando su vida como si hablara de otro y no de sí mismo.  
Luego llegó aquel día, en el parque, en una banca, el engaño de un paseo. Le dijeron que daría una vuelta con una señora, la dueña de una finca donde trabajó su mamá. Se llamaba Emperatriz y él nunca más volvió a sentir el rechazo. Esa señora lo acogió como un hijo más. Le dio, dice, lo que tal vez nunca hubiera tenido en su casa. Emperatriz falleció hace dos años y José Manuel se fue a vivir con María, la hija de ella, a quien también quiere como a una madre. A los 17 años le permitieron viajar a Manta, a cinco horas de La Concordia. Allí vive con una nieta de Emperatriz, hija de María, una hermana para él. 
“Quiero estudiar algo en la universidad, pero como que no encuentro lo que me gusta, creo que elegiré Mecánica Automotriz, me llama la atención”, expresa pensativo, ahora totalmente alejado de su historia. A José Manuel no le afecta el pasado. Y vuelve a recordar.
A los 12 años, cuando aún estaba en Monterrey, conoció a su padre. Estaba en un restaurante y un familiar de su madre le dijo que ese hombre, ese que estaba allí de pie, era su padre. Ambos se acercaron. El hombre lo abrazó y le preguntó cómo estaba.
José respondió que bien, pero no sintió nada en ese abrazo, recuerda. “Fue como si te encontraras con cualquier persona en la calle, un extraño”, dice.  
Luego el hombre sacó su billetera y le regaló 10 dólares. “Diez dólares, después de 12 años me regala solo diez dólares”, cuestiona. Eso yo me lo hacía trabajando en la finca de mi abuelo (el esposo de Emperatriz); cualquiera me da 100 dólares -expresa y sonríe-. “Eso me decepcionó más”, agrega y no para de reír. En serio, a José Manuel no le afecta su pasado.
A Jhony le llegó uno. En la orilla de la playa de Cojimíes, donde acoderan las lanchas y bajan la pesca, vive Jhony Párraga, un pescador muy conocido en el pueblo, de buena plática y aspecto amable.
“De esas historia que usted busca, de esas de los niños que llegaban aquí por comida y se quedaban viviendo, conozco mucho. Yo crié a siete”, se jacta Jhony, con la sonrisa de alguien que tiene lo que otro no.
“Yo tengo botes y negocio con la pesca y el camarón. Antes había más plata. Aquí me llegaban niños de ocho o  nueve años, la mayoría de Esmeraldas, otros nacidos acá, y yo les enseñaba a trabajar. Los criaba como hijos míos”, dice.
Jhony tiene dos hijas con su actual esposa y una hija de su primer matrimonio. Dice que acogió a los niños no por falta de hijos, sino porque sus familias eran muy pobres y daban pena, pasaban mucha hambre. Después dirá que no tenía hijos varones y que quería uno, o al menos sentir que cuidó a uno.  
Algunos trabajaban toda la semana y se iban unos días a su casa, llevando comida y dinero. Otros simplemente nunca regresaban. Vivían con Jhony hasta los 18 o 20 años, o hasta que se comprometían y se iban.
“Me emocionaba criarlos porque yo no tengo hijos varones y para mí esos niños eran como mis hijos. Algunos aún me visitan porque viven cerca de aquí, los otros casi no vienen. Recuerdo a Jorge, por ejemplo. A él se lo regalaron a mi mamá en Santo Domingo y mi mamá me lo dio a mí. Tenía siete años, la mamá acababa de fallecer; su familia, la poca que tenía, era demasiado pobre, y me lo traje a Cojimíes, aquí vivió conmigo hasta que se casó. Todos se van cuando se casan”, expresa Jhony resignado. Hijos suyos o no, todos se van cuando se casan.
La vivienda de Jhony es de madera, y él está sentado en medio de una sala sin paredes. Una especie de portal grande, pero es la sala y comedor, porque allí está la mesa de la familia, las sillas. Allí almuerza y descansa, al fondo se ve la cocina; alrededor, los cuartos.
A su espalda tres obreros mezclan cemento, arena y piedra para una construcción. Uno de esos obreros es Juan Vélez, de 27 años, mulato, de contextura gruesa, uno de los niños que crió Jhony.
Juan cuenta que llegó a los nueve años a Cojimíes. Vivía con su madre, su familia era demasiado pobre y él salía a buscar trabajo para ayudar en casa. Eran cuatro hermanos sin padre, solo madre, nada más.
Juan empezó cargando combustible para las lanchas de Jhony, luego balanceado, alimento para los camarones. Dormía en la casa de Jhony, comía allí y a veces regresaba a su casa solo a dejarle dinero a su madre. Vivió con él hasta los 18 años, cuando se casó, porque su suegro le regaló una lancha y entonces empezó a laborar de forma independiente. Ahora está empleado en construcción porque no hay mucha pesca, la plata está escasa.
“Esto es así, a veces hay trabajo, a veces no. Yo aprendí a pescar con don Jhony. A veces me pongo a pensar qué hubiera sido de mi familia o de mí si no hubiera trabajado desde niño; qué mismo sería ahora”, expresa Juan.
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