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Terremoto: cuerpos y tierras unidos

Una festividad, nadie la elegiría para morir, peor si es una fiesta grande en tu pueblo, San Isidro. Pero a Briceida Moncayo no le preguntaron, la muerte vino y ella, en diez días, se dejó llevar. Muy cansada tenía que estar para ceder en algo, ella que rendía culto a la polémica y a la contradicción.

Miércoles 25 Mayo 2016 | 04:00

Efectivamente sentía el cansancio de las mujeres fuertes, esas del cuerpo materno que permanentemente dan vida a los otros y se olvidan de darse vida a ellas mismas.

Un cuerpo, en verdad todavía hermoso, lucía en el ataúd engalanado con su última petición, el vestido de novia de su hija Cristina. Quién sabe qué oculto deseo quiso cumplir, se me ocurren muchos, pero esta es una confidencia que conmigo no compartió. Otras sí, muchas otras. 
En realidad era la perfecta informante para una antropóloga ávida de historias. Desde el enclave privilegiado de su casa: iglesia, parque, subcentro de salud y mercado, los cuatro a un golpe de click de la mirada, controlaba a todos los movientes y semovientes; el resto, los sucedidos, se los contaban las innumerables personas que la visitaban a diario. Unos para calmar la sed con un bolo de coco, otros para sacarse un diente y las más para conversar con alguien que nunca les decía que tenía prisa.
La conocí hace treinta años poniendo inyecciones de morfina a un padre cuyos gritos se escuchaban en los silencios orantes de la eucaristía. Ejercitó la paciencia con su padre, pero no fue suficiente porque tuvo que dar ingentes cantidades de plusvalía de amor genérico, a Rafael. Un marido con quien rió, trabajó, bailó y lloró. Lloró mucho, pero él se le fue un día, sin esperarlo y ella convirtió su tumba en un altar. “Es el poder del amor”, me decía.
La contemplo sin vida y todavía me sigue hablando. No hay serenidad en el rostro, hay dolor. Ese que ha callado durante tanto tiempo y que la ha ido minando por dentro, lentamente, tan lentamente que pudo ocultarlo. Hasta que el terremoto, al igual que removió la tierra, removió su cuerpo al completo. Y al igual que derribó edificios de cemento armado, abatió su cuerpo frágil pero de apariencia fuerte.
Con el sismo, se pudo ver lo mejor y lo peor de este pueblo; desde la gente que lo daba todo, hasta quien inventó una rotura del dique de la represa para hacer huir a la gente y poder robar. Desde quien cerró las puertas de su tienda para que la clientela no se fuera sin pagar, hasta el que las abrió de par en par para acoger a los que quedaban sin ella. Todo cabe en esta tierra permanentemente quebrada pero nunca doblegada. Y todo cabía en el cuerpo de Briceida, hasta un cáncer invasivo que la dejaba exhausta pero que superaba para cuidar a otros. 
Sin duda, es otra vida inmolada en aras de la fortaleza femenina, esa que incluso en un momento como este y en la fragilidad más absoluta post-terremoto, se sigue reclamando a las mujeres desde el laberinto patriarcal.
*Economista y antropóloga, docente de País Vasco, España. Trabaja en la ESPAM MFL.
 
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