A Jonathan nadie lo busca. Su fotografía no consta en la lista de los desaparecidos en el país, y tampoco hay recompensa por su paradero.

Todos los que lo conocimos sabemos que está muerto, aunque no hemos visto su cadáver. Su madre lo sabe, sus amigos también.

La última vez que lo vi con vida fue hace seis años. Él recién había salido de la cárcel y estaba tomando cervezas con un grupo de muchachos que no tenían más de 20 años. 

Desde lejos me hizo con la mano; un gesto de cortesía, solo eso, porque nunca fuimos amigos, apenas conocidos que jugábamos fútbol los fines de semana.

Jonathan tuvo su cuarto de hora de mala fama un año antes, cuando la Policía ingresó a su casa, donde lavaba el cerebro a los muchachos de su barrio para que ingresaran a su pandilla. 

Él se había convertido en un gallito de pelea que buscaba hacerse un nombre en el hampa. Dicen que una pandilla rival lo mató y enterró su cadáver en un edificio en construcción. Pero dicen otros que lo metieron en un saco con piedras y lo lanzaron al mar. Dicen tantas historias, pero la única verdad es que Jonathan no volverá.