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JUAN Y LOLA
JUAN Y LOLA
Por: Libertad Regalado
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Viernes 13 Marzo 2015 | 04:00

En el año 2006, por una inocente equivocación, llegó a mi casa, sin ningún equipaje, solo lo que traía puesto, una vistosa ropa beige combinada con una café oscuro en sus extremidades, cola, orejas y hocico; destacándose en su rostro el color azul intenso de sus ojos.

Su acogida fue inmediata, a pesar del rechazo que provocó su presencia en quien a este ese momento era el rey de la casa; con el transcurso del tiempo ese rechazo se volvió en agresividad, cuando comprobó que como mujer  no le serviría; obligándome a recurrir a procedimientos quirúrgicos para aplacar ese instinto que le motivaba violentarse cuando la miraba. Ella ajena, no solo a lo que pasaba por la cabeza de su congénere, sino a la pérdida de su útero, procedía con movimientos sinuosos a atraerle, pero eso solo arrancaba de él unos zarpazos, que le obligaban a alejarse lo más rápido posible del cascarrabias.
Con los años aprendieron a convivir de una forma más civilizada y yo a distribuir mi amor entre los dos, que se iban convirtiendo poco a poco en mis compañeros y confidentes, a quienes contaba mis cuitas, secretos y deseos; estaba segura de que jamás lo divulgarían. Fieles hasta la saciedad, amorosos, suaves, tiernos, pacientes, elegantes, distinguidos, celosos, gruñones, exigentes, engreídos; así  fueron creciendo bajo la mirada atenta de mis ojos y luego de uno de mis nietos que un día decidió vivir conmigo.
Hace cuatro años,  por efectos de una enfermedad terminal que contrajo Juan, recurrimos a la eutanasia, y le enterramos junto al palosanto que aroma mi jardín. A la niña Lola o señorita Lola o Lolita, como cariñosamente la nombrábamos, su muerte la afectó mucho. Las dos compartimos lágrimas y desvelos por el sinvergüenza del Juan, pero paulatinamente nos fuimos acostumbrando a su ausencia y ella pasó a ser la reina de la casa. Admirada por familiares, amigos que me visitan y por los extraños, que a través de los espacios que dejan los pilares de guadua, se detenían a contemplarla.
Por nueve años nos brindó su compañía, cuando llegó tendría unos cinco; desde el jueves inició su proceso de despedida de este mundo, negándose a comer, se fue apagando poco a poco, apaciblemente, sin ruido, sin una sola queja; sus ojos azules se fueron aclarando hasta ponerse transparentes como un vidrio sin luz ni color. Hoy acompaña a Juan, allí enredada en las raíces de mi palosanto. Sé que cada vez que riegue el jardín, los dos subirán confundidos entre la sabia de mi árbol para mirarme con la calidez de sus ojos azules y dejarme escuchar el acorde de sus ronroneos afectuosos.
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