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Perseverancia y resistencia (III)
Perseverancia y resistencia (III)
Por: Johnny Medranda Mera

Viernes 07 Marzo 2014 | 04:00

N o hay mal que por bien no venga. Cometemos el gran error de darnos por vencidos cuando nos encontramos con una derrota. Perder una batalla no significa perder la guerra. Algo que aprendí de mis padres, observando, es que nunca le niegan una mano amiga a quien la necesite siempre y en cuando este a su alcance.

Volviendo a nuestra etapa de vida ilegal en Canadá, recuerdo que mi madre conoció en ese país a una salvadoreña que necesitaba urgentemente un trabajo. Mi madre sin pensarlo dos veces la recomendó a su supervisor para que trabaje donde todos nosotros trabajábamos ilegalmente (sin papeles propios). Estas empresas nos contrataban, no porque nos pagaban menos sino porque trabajábamos más y por obvias razones. 
En fin, la señora amiga de mi madre comenzó a trabajar. 
Al corto tiempo comenzaron los celos laborales del por qué  a mis padres se les permitía hacer algo o no, darles algo adicional o no, etc. 
Al parecer la amiga en un momento de ira decidió llamar a la policía de Inmigración y denunciarnos. Inmigración inmediatamente comenzó a hacernos un seguimiento de nuestras rutinas diarias e investigar detalles laborales y tributarios de nuestras identidades. 
Recuerdo en esos tiempos que lo sentíamos ya que las caras, que veíamos en la calle en horas y días diferentes eran como ya conocidas. La paranoia se apoderó de nuestras mentes. Hasta que una noche, en nuestro apartamento se confirmó nuestros temores. Toc, toc, ¿quién está allí?. Policía de Inmigración. ¡Abran la puerta!. ¡Hasta la vista baby!
Por ciertas razones, y posiblemente debido a que no representábamos ningún peligro a la sociedad canadiense, decidieron solo llevarse detenido al esposo de mi madre a un centro de tránsito para ilegales. Mi madre y yo quedamos atrás para recibir nuestra notificación de deportación, que fue emitida a los dos días. 
Nos daban un número de días para dejar el país por las buenas. Mi madre y yo pudimos haber desaparecido a otra ciudad y dejar que deporten al jefe de la familia con la esperanza de que regrese algún día. Pero no. Mi madre, con una fe inmensurable, puso en las manos de un abogado todos nuestros ahorros para que luchara por nosotros y que encontrara la manera de que el gobierno canadiense nos diera la oportunidad de quedarnos. 
Una vez más, era todo o nada: Quedarnos legalmente o ser deportado sin un centavo en nuestros bolsillos. 
Nuestro abogado apeló a Inmigración bajo argumentos que el esposo de mi madre era un perseguido político y nuestra vidas corrían peligro si regresábamos. El juez tenía que decidir nuestro futuro en el país. El martillo de la justicia cayó: ¡Denegado! ¡Se van!. En Ecuador no había persecución política. 
Sin embargo inmediatamente paso algo inédito. 
Dios aprieta pero no ahorca. Una traición que se convirtió en nuestra libertad. Continuara…
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