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La impunidad frente a delitos de corrupción es un mal que crece y lacera la fe pública. Esto carcome la confianza en la democracia y las instituciones del Estado.

La ausencia de sanción frente a una acción ilegal, es complicidad de esa corrupción. Es la falta del Estado.

Y no solo es la privación de sanciones, también lo es el aplicar penas permisivas, el permitir que los corruptos salgan rápido de las cárceles y que no se recuperen los dineros fruto de esa corrupción.

Esta realidad desmotiva a quienes denuncian, pero, además, puede ser un escenario para ocultar bienes y fondos mal habidos, que tras la libertad, son disfrutados por ilegítimos dueños.

“La impunidad es una infracción de las obligaciones que tiene el  Estado”.

Este inconveniente creciente debe ser atendido con urgencia, porque está quebrantando la estructura de la nación y se constituye en un caldo de cultivo para que politiqueros populistas puedan, en un tiempo próximo, aprovechar este peligroso escenario.

Si el incumplimiento de promesas electorales, las bajas condiciones de vida, la falta de fuentes de trabajo, la creciente pobreza, las dificultades para acceder a servicios públicos y la inseguridad se combinan con la desconfianza que crea la impunidad, nace el odio. Con eso hay condiciones más adecuadas para aventuras dictatoriales.

Hay que desbaratar el marco legal que pone trabas,  fomenta y facilita la impunidad, pero, también, la estructura humana que la sostiene.
El tema necesita un tratamiento político y jurídico, pero no llegará sin la presión y participación ciudadana. 

Editorial de El Diario publicado este lunes 10 de enero del 2022 en nuestra edición impresa.