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TURISMO
Ser manabita es demostrar una actitud ante la vida
PROCESIÓN No sólo en la tierra, sino en altamar la devoción hacia los apóstoles se manifiesta cada año

Una persona orgullosa, que sabe lo que quiere, dispuesto a asumir retos, así es el manabita, del campo o la ciudad. Pero el entorno que rodea a este ser, lo dota de otras particularidades que lo hacen fácilmente identificable, como su hospitalidad, buen corazón y hasta su ingenuidad.

Domingo 22 Junio 2008 | 20:11

San Pedro y San Pablo No hay origen cierto de esta tradición calada profundamente en el pueblo llano de Manabí. Hay evidencias que Eloy Alfaro participaba de estos festejos en Manta y Jaramijó.

El culto de veneración a los apóstoles de Jesús se remonta a la colonia y su fecha de celebración es distinta en cada sector. En los Arenales es después que en Picoazá.

En Pile entre las dos fechas y en El Negrital la fecha también es diferente. Empiezan a mediados de junio y llegan hasta finales de julio. No hay acto religioso que requiera de más preparación y gastos que la fiesta de San Pedro y San Pablo.

Se representan dos repúblicas, de Blancos y de Negros, que tienen gabinetes integrados por presidentes, ministros, embajadas, representantes, delegaciones y comisiones. La semana que dura la fiesta en la parroquia San Pablo, es tradición (obligación dicen otros) estrenar ternos y vestidos durante una semana. “No hay año que no se cumpla eso, así la situación económica esté fregada” sostiene Serena Valdiviezo.

Castigos. La culebra matacaballo es el símbolo de la fiesta. Desde marzo salen, por lo general, tres hombres, uno lleva una culebra viva enrollada en sus brazos, otro toca un redoblante y el último carga una urna con la imagen de los santos, donde se deposita el dinero que les entrega la gente. Quienes no colaboran, cuentan, la culebra se les aparece y los hace asustar. Otros, que no aceptan participar activamente en los festejos están signados a sufrir desgracias y quienes lo hacen los santos los “premian” concediéndoles algún milagro.

Velorio en Pechichal. La familia Palma tiene ofrecida su casa desde hace 6 meses para velar a la Virgen. Desde una casa vecina llega la imagen y se coloca en la sala, adornada con flores y cintas de colores.

Las mujeres rezan y cantan, los niños hacen el coro. Los hombres, en su mayoría, siguen el rito desde el patio. Están callados. Termina el rezo y empieza a repartirse aguardiente y abundante comida.

Es el compromiso, la "manda" o la obligación. El velorio termina, muchas veces, cuando sale el sol. Los gallos atraen a todos No haya día en que no haya peleas de gallos en Manabí.

En Portoviejo son los lunes. En el Cerro de Junín los domingos. En Junín los sábados, en Bahía, cualquier día. En Pueblo Nuevo, también el domingo. Si bien es una costumbre adoptada de los españoles, caló mucho en la gente de Manabí y en el campo, sobre todo, muchos tienen “gallos finos”, que los sacan el día de la riña para divertirse y, sobre todo, ganar algún dinero.

Se cuida a los animales con esmero, se los vacuna, les dan vitaminas y una alimentación especial, que demanda fuertes egresos, pero ahí está la esperanza de ganar dinero y también de diversión.

La pelea de gallos congrega a hombres (asisten pocas mujeres) que apuestan y demuestran que tienen “palabra de gallero”, es decir, que cumplen sus compromisos como caballeros. En las galleras se consume licor y bocados típicos de la región, y se escucha música mexicana. Fiestero y conquistador Es innegable que el manabita es parrandero.

Si la fiesta cae lunes, la farra es ese día; no importa si vive en la ciudad o el campo. Ese espíritu festivo viene desde siempre. Y qué decir del espíritu conquistador.

El hombre manabita es mujeriego por naturaleza, se las ingenia para conquistar corazones y la geografía provincial está llena de “donjuanes”, en la ciudad y en el campo. El quemado Lo primero que piden los hombres cuando ha nacido un niño es el quemado, aguardiente de caña preparado con meses de anticipación y en la copa a servir se le prende fuego “para sacarle el diablo”.

Se lo prepara, con frutas y hojas de plantas aromáticas para darle color y aroma. Se brinda por la felicidad del pequeño y por la dicha de los padres. Ahora, con el expendio de diversos licores, esta tradición se está perdiendo en las ciudades.

Entre chigualos y amorfinos La tradición oral, memoria social, memoria colectiva, imaginario popular, también literatura oral se mantiene en Manabí de generación en generación y por vía oral. Lo que se cuenta lleva implícito una experiencia real de la vida de la gente, que se materializa en la palabra hablada.

Estamos, los manabitas, llenos de cuentos y leyendas “donde la realidad y la imaginación se funden para constituir el patrimonio verbal popular e irse enriqueciendo permanentemente en otras voces y otros imaginarios a lo largo del tiempo, que expresarán el sentido de lo vivido, la reactualización de lo vivido y la proyección en la historia”, como lo señalara el maestro Juan Vergara Alcívar, uno de los pocos estudiosos de la oralidad montubia de Manabí.

Allí están María Angula, La Casa del Diablo, La Lutona, El Duende, Tintín o Patica, La Mujer del Tamarindo, El Diablo del Pechiche y un sinnúmero de historias que nos llenaron de temores cuando niños. En nuestro patrimonio contamos a los chigualos, fiesta única en el país que recuerda el nacimiento del “Niño Dios”, versión llena de arte y sentimiento donde cada asistente debe dedicarle un verso al niño Jesús. Tenemos, orgullosamente, los amorfinos, versos que servían para conquistar a la mujer amada. En fin, las diferencias están marcadas.

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