Se ha convertido casi en cliché una frase que se lee en todas partes: “si no nos mata el virus, nos matará el hambre”.
Y, aunque es repetitiva, termina siendo muy cierta. En un país en el que el 60 por ciento de las personas que trabaja no recibe un sueldo básico o no labora las horas reglamentarias, la restricción que se impuso para evitar el contagio del coronavirus terminó afectando a los desempleados y subempleados, que son la mayoría de ciudadanos.
Las ayudas que tanto se anuncian desde el Gobierno no llegan a todos porque no existe un registro adecuado de las familias afectadas. No hay un censo y el registro social peca de injusto. En muchos casos, las reciben quienes no deberían, y las personas que sí pasan necesidades ni siquiera tienen una ración alimenticia.
Muchos ya no soportan el confinamiento porque no pueden salir a producir. La falta de dinero impide comprar, por lo menos, los alimentos y, si la plata no circula, no habrá para nadie.