A dormir hasta que mi bello Jeremías, de 72 días de nacido, pida más comida. Cuando crezca y sea un niño, antes de dormir, una noche le contaré una historia real.

Le contaré de los días cuando era él apenas un bebé y un virus se propagó e hizo que nadie se abrace ni se dé la mano, por temor a ser contagiado. La gente usaba mascarillas y guantes.

Se suspendieron los eventos públicos. Los partidos de fútbol se dejaron de jugar. Las fronteras de los países se cerraron, como las iglesias, las escuelas y las fábricas.

El mundo se encerró en sus casas por orden de los gobiernos. El miedo recorrió la Tierra.

Le contaré de la señora que fue al supermercado y llenó tres carritos con papel higiénico, cloro, desinfectante y jabones para protegerse del virus, y terminó contagiada.

Los fanáticos pronosticaron el fin de la especie humana. El virus contagió a ricos y a pobres, a negros y a blancos. Ni los reyes se salvaron del coronavirus. Ni las estrellas de cine ni los deportistas. Nadie.

Le contaré que después de varias semanas de angustia, miedo y muerte, los científicos lograron vencer al virus.

Las puertas de las casas se abrieron y la gente volvió a las calles. Volvieron los abrazos.

Esa historia real le contaré a Jeremías.