Iban tarde. Se encontraron en el parque de los arupos. Se tomaron de la mano y caminaron hacia el sur. No dijeron ni una palabra. Durante todo el camino miró sus labios, carnes ásperas y secas. Su piel era blanca como la muerte. Llevaba la cabeza recostada sobre la ventana. Ese día su madre bromeó con la ropa que llevaba puesta, incluso le pidió que no salga a la calle de esa manera. Suena “Fields of gold” en sus audífonos y el tiempo se pierde: los ojos brillan, el cielo duerme, pero la mano no tiembla, nunca tiembla. Al llegar todo fue muy rápido. Sincronizaron relojes. Al amanecer, la cuenta volvería a cero. Tomaron caminos diferentes sin voltear jamás. En casa espera la leche tibia, un pan y el programa de las seis de la tarde. La madre cuidará de los nietos, ellos crecerán sin recuerdos. El jardín nuevamente florecerá. Después de 20 años se repetirá la misma escena, el mismo acto, otros hombres serán los que huyan, se esconderán, desaparecerán sin dejar rastro. Seguiremos siendo nombres que a nadie le importan. Seguiremos siendo un número más.