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Montecristi
El barrio de los Venezolanos

Es un pedacito de Venezuela en Montecristi. Con su crisis y todo. Con la pobreza estampada en el rostro de cada “chamo”.

Domingo 18 Noviembre 2018 | 04:00

 Es un martes soleado. Un muchacho flaco y moreno clava tiras de caña a las vigas de madera de una casa. Ajusta plástico para que el viento no lo levante. Pide martillo, clavos, golpea fuerte, tambalea en el techo. Así se arma una casa de caña guadua. Así, de a poco, los venezolanos han  formado un barrio dentro de otro en el sitio San Eloy, de Montecristi. 

“Esto es una ventaja para nosotros que no tenemos dónde vivir”, dice Luis,   dándole la espalda a la fuerza del viento que hace colar el polvo hasta por las orejas.  
“Es mejor que estar en un país donde no le puedes asegurar a tus hijos la comida, es mil veces mejor. Es lo que hay”, agrega. 
En el lugar hay unas 30 familias de Venezuela.
Algunas, dice Luis, han comprado los terrenos en  3.500 dólares y pagan 75 cada mes. 
Él vivía en el centro de Manta y pagaba 150 dólares en un alquiler. Estaba cerca de todo, pero no le alcanzaba el dinero. Así que arriesgó a comprar el terreno. “Es un cambio necesario, uno debe ajustarse”, expresa. 
En Venezuela Luis dejó una casa de cemento en un poblado de Caracas. 
Su vivienda era grande, con cerámica y lo demás. 
Tenía todos los “corotos” (muebles): camas, neveras, comedor. Pero eso lo vendió para viajar a Ecuador.  Hasta su carnicería la vendió. 
Luis es un trailero de 40 años, con dos hijos y una esposa. 
Llegó a Ecuador con toda su familia. Con él viven sus suegros y en el centro de Manta están sus padres. No podían dejar a nadie allá, dice. 
“Soy  comerciante y como tenía un negocio muchos creen que tienes dinero, pero no es así. Allá no tenía tranquilidad, si mis hijas salían a la calle me las podían secuestrar para pedir dinero que no tengo, al menos aquí no pasará eso”, expresa.
San Eloy es un sector de Montecristi ubicado en el límite con Manta, que apareció en el mapa hace diez años o menos. 
 
Viviendas. Desde entonces se ha ido poblando. Han tenido  problemas por tráfico de tierras que terminaron en desalojos. 
Y hace unos tres años el municipio legalizó algunos predios. 
Actualmente al lugar ingresa una línea de bus desde Manta, la calle principal está pavimentada y con  iluminación, pero el resto del sector sigue padeciendo la falta de servicios básicos y es una enorme mancha ocre, debido al polvo. 
Allí desde hace seis meses han llegado los venezolanos por la noticia de que el alquiler es más barato y que están vendiendo terrenos a precios bajos y en cuotas económicas.   
Desde entonces se ha formado el barrio de “Los Chamos”. Un conjunto de casas de caña guadua donde el polvo y el frío se filtra por las hendiduras de las paredes. 
Casuchas de palos y plástico construidas sobre un terreno fangoso donde los pies se pierden en el polvo hasta los tobillos. Donde no hay agua por tubería ni alcantarillado y la luz la toman de un poste cercano. 
Maryerli se asoma desde la puerta de un contenedor que también es su casa. Saluda, invita a pasar y  cuenta su vida  sentada al borde de un colchón, en plena sala. 
Al fondo su bebé de ocho meses duerme bajo el ruido de un ventilador destartalado. Hace calor. 
Al lado del colchón hay una cocina vieja, una licuadora prestada y una nevera de hotel que un amigo le regaló a su esposo. 
Nada es comprado, poco de lo que hay en el contenedor les pertenece; incluso el mismo contenedor es alquilado.
Su esposo trabaja eventualmente en la instalación de gypsum.  
Eso le representa unos 20 o 25 dólares a la semana. Eso quiere decir que no se pueden dar el lujo de acompañar el arroz con presas. 
“Hay que ajustarse”, dice    la mujer de rostro sereno, en bata, y con una manta cubriendo parte de su cuerpo. 
“Lo que hacemos es comprar embutidos para prepararlos con harina pan. 
También comemos atún o lo que haya. 
Generalmente lo que se gana en sueldo lo usamos para hacer el mercado o pagar lo que fiamos en la tienda”, expresa.
En el contenedor no solo viven ellos. También están dos primos que han llegado desde Caracas y trabajan para ayudar a los que dejaron en su país. Ellos colaboran con el pago del alquiler del contenedor, unos 40 dólares mensuales que les cobra un amigo. 
“La gente nos ha ayudado bastante”, cuenta Maryeli, sonriendo, resignada. “Una vecina me prestó la licuadora para que le hiciera colada al niño, esa cocina es regalada, al igual que la nevera. Hemos tenido suerte”, indica.
Maryerli, madre, mujer de 22 años, exestudiante de Administración de Empresas, comparte su drama, aunque ella le llama suerte, con las otras familias venezolanas que viven en San Eloy. Ellos han llegado a sobrevivir.   
 
>familias que piden ayuda. Pobreza extrema. Esa es la palabra que consta en la mayoría de los informes de los venezolanos que llegan a pedir ayuda al Patronato del municipio.   
Katty Vera, trabajadora social, indica que generalmente piden alimentación, colchones y hasta viviendas.
Allí les ayudan hasta donde pueden, especialmente con la comida, ya que generalmente en cada familia hay dos o tres niños.  
Katty dice que no manejan   estadísticas concretas de los que  piden ayuda, pero sí hay casos que los han manejado con otras entidades municipales. 
Marcia Chávez, secretaria técnica del Consejo Cantonal de Protección de Derechos, explica que Manta ha sido tomada como ruta de los venezolanos para llegar a países como Perú o Chile. 
Ellos llegan a la ciudad y empiezan a pedir dinero  para los viajes, algunos incluso se quedan viviendo en parques o la playa.  “Nosotros les costeamos los pasajes hasta Huaquillas en la frontera con Perú. Ya hemos ayudado a varias familias y grupos de venezolanos que andan pidiendo dinero para los viajes en las calles”, señala.
 
>promesas. Marlene Lugo vive en una de las casas de caña del barrio San Eloy. Lleva unas gafas envueltas en su cabello teñido, cejas delineadas, mejillas rosas, su vanidad intacta. Un contraste con el paisaje de suburbio que muestra el barrio donde vive. Cuenta que esta semana se reunieron con el alcalde de Montecristi para pedirle servicios básicos.
Dice que él se comprometió a darles una mano y ella espera que sea pronto, porque ya no soportan el polvo. 
Amaryerith Carpio lideró esa reunión. También es venezolana y cuenta que no solo en una parte de San Eloy hay venezolanos sino también en otras partes del sector. “Hay muchos por aquí, pero en el día casi no los encuentra porque están trabajando”, expresa mientras apunta hacia un costado donde se 
observan más casas de caña guadua.
A cuatro cuadras de allí Fernando Blanco escucha música cristiana con su esposa, acostados en una hamaca. Dos niños de siete y cinco años siguen la letra a viva voz. Habitan en una casa con paredes de palets, de aberturas más amplias que las de una caña guadua, por donde se filtra un viento helado. Fernando es colombiano, pero en su casa vive un venezolano que trabaja durante todo el día y no tiene familia aquí, por lo que tampoco tiene casa. A Fernando  Dios le ha enseñado que hay que ayudar al prójimo, así su casa sea pequeña y apenas haya espacio para un colchón en el suelo. 
“Aquí trabajamos todos, en lo que se pueda. A veces hay un empleo a veces no, pero nos ayudamos, comemos lo que hay”, expresa. 
Fernando se siente dichoso por tener un techo donde proteger a sus hijos. “Hay gente que ni siquiera cuenta con eso”, señala.   
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