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Manabí
Hijos del hambre; La historia de las personas que fueron regaladas en su niñez

Carlos Alfredo dice que hace 35 años en Esmeraldas regalaban un negrito por un racimo de plátano.

Domingo 23 Septiembre 2018 | 11:33

Pero eso era hace 35 años, cuenta; ahora ya no, al menos no se ha enterado. Carlos tiene 32 años, una hija de cinco y cuatro hijastros que no pasan de diez. Trabaja como pescador en Cojimíes. Es flaco, cara pequeña y facciones toscas, la frente con tres profundos surcos, los ojos grandes, vivaces y negros, la nariz un tanto ancha, los labios grandes y gruesos, y los pómulos pronunciados que resaltan aún más por la poca carne que los cubre. Él es uno de esos negritos. 

Carlos cuenta que su hija, la única suya, vive en Colombia. Su primera esposa es de allá. Él la visita cada vez que puede, o a veces le manda dinero. No quiere que la niña viva lo que él vivió. -Los niños no deben pasar por eso, no hay que abandonarlos ni regalarlos, dice Carlos con la mirada al suelo, la cabeza también. 
Hace 32 años a él lo abandonaron en Muisne, isla ubicada en la provincia de Esmeraldas. Allí el 44 por ciento de la población es de raza negra, y un 40 por ciento, mestiza; también hay blancos, cholos y montuvios, pero el porcentaje es menor. 
Carlos era el mendigo, el negrito que pedía comida en la calle. Apenas tenía dos años cuando un pescador al que llama “Papá Guido” lo encontró. Preguntó si tenía familia y en el pueblo le dijeron que llevaba más de un mes deambulando. Entonces lo subió a su canoa para llevarlo a Cojimíes.  
Carlos Alfredo cree que, si “Papá Guido” no lo hubiera hallado, tal vez sería ladrón o asesino, o tal vez no. Pero “Papá Guido” lo encontró y por eso tiene un apellido, hijos y familia.  Él le dio eso. Él es todo eso. 
-Han pasado 32 años y aquí estoy, criado en tierra ajena, como muchos que llegaron a este pueblo luego de ser abandonados, porque como yo hay muchos -dice Carlos Alfredo, la sonrisa fácil, la mirada evasiva, al suelo, siempre al suelo.  
El pueblo.  Esta historia empieza acá, en Cojimíes. Es el límite de la provincia de Manabí, y al otro lado, a media hora en lancha, se encuentra Esmeraldas, que hace 40 años era una de las provincias más pobres del país -y aún lo sigue siendo, con una pobreza urbana que va entre el 35 y 56 por ciento, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos.
Pero su historia de pobreza se remonta a hace 46 años.  Desde 1972 hasta 1982 Ecuador pasó por el “boom petrolero”. Ingresaba mucho dinero, pero los gobiernos de turno se endeudaron con la banca internacional, y luego el precio del petróleo cayó. El país quedó con una deuda externa de tres mil millones de dólares, según un análisis de Walter Spurrier, experto en temas económicos. 
La pobreza aumentó. Fue así que desde 1982 hasta 1999, año en que ocurrió el feriado bancario, Ecuador vivió una de sus peores crisis y cayó en pobreza extrema. Había miseria y migración. Casi un millón de ecuatorianos salieron del país. Por esos años empezó a escucharse esa frase de que si ibas a Esmeraldas te regalaban un “negrito por un racimo de verde”. Sí, allá la gente empobreció tanto, que entregaban a los niños a otras familias para que no pasaran hambre, y algunos tomaban una lancha y navegaban hasta Manabí para abandonarlos en Cojimíes, un pueblo menos pobre, donde al menos iban a comer. 
Amanece en Cojimíes y Carlos Alfredo tiene prisa por ir a pescar. Dice que sale en menos de media hora. Son las ocho y quiere preguntas rápidas.
Ahora todos en el pueblo lo llaman Carlitos Alfredo o Carlitos Anchundia, el apellido que le dio “Papá Guido”.   En Cojimíes es el más conocido de todos los niños que abandonaron en Esmeraldas desde la década de los 80.  No veía a Carlos Alfredo desde hacía cuatro años. La última vez que hablamos se subía en una lancha.
Ahora ya no vive con “Papá Guido”. Trabaja pescando, “cachueleando”, dándole duro a la vida, indica.   
-Al final, ¿algún día supiste quiénes eran tus padres?, pregunto, y enseguida contesta que solo sabe que lo sacaron de una isla, de un barrio llamado El Pampón. 
-Ese es el único lugar del que sé que vine. De allí no sé más. No tengo idea de dónde voy a buscar a mis papás, ni tampoco quiero encontrarlos- expresa con un gesto de dureza que contrasta con su voz apacible. 
-Pero, ¿nunca los buscaste?
-No, el único padre que tuve fue Papá Guido, y con él es suficiente- señala, y luego recuerda que hace cinco años llegó una familia a buscar a un hijo que habían regalado cuando era un bebé. Él estaba en la playa. Sintió ganas de preguntar, de decir que tal vez podría ser él, pero, ¿para qué hacerse daño? Ya a su edad es mejor dejar las cosas como están y seguir, solo seguir.
La mancha blanca. Cojimíes son seis calles de arena, dos de las cuales se inundan cuando sube la marea. En el centro hay casas de cemento y madera. Nada de arquitectura suntuosa. Hay pocos lujos, paredes corroídas por la salinidad del mar. A los lados, por los manglares, solo hay casas de madera y caña, construidas sobre horcones para no inundarse cuando hay aguajes. No hay calles asfaltadas, todas son de arena.
Cojimíes es un lugar con una tranquilidad de pueblo lejano y una vida nocturna que apenas está despegando.Tiene dos escuelas, un colegio, cientos de pescadores, un manglar, 20 hoteles, 15 pozos de agua dulce y tres o cuatro historias de desgracias con suerte.  
Hasta 1998 fue uno de los sectores camaroneros más importantes del país. Y se dice que “fue” porque ese año apareció la mancha blanca, una plaga que mataba el camarón y dejó en la ruina a decenas de familias: la primera desgracia. Ahora el pueblo de 13 mil habitantes ha tomado un segundo respiro. La plaga ha sido eliminada y el camarón está generando dinero nuevamente. 
-Después de la mancha blanca la pobreza aumentó. No había qué comer, y por esa pobreza era que había tantos niños en la calle. Mi papá llegó a criar a varios de ellos; a unos se los regalaron, otros llegaron solitos- dice Robert Vilela, contando no solo su historia, sino también la de su padre. 
Ellos tenían un restaurante, uno de los más grandes del pueblo. Quedaba en una casa de madera, con horcones altos donde cabía un niño de ocho años de pie. Allí comían los trabajadores de las camaroneras que al mediodía armaban un hervidero de botas y ropa mojada. Un bullicio de gallera, pero sin gallos, porque solo eran obreros hambrientos: mulatos y negros fornidos con el hambre retrasada. 
A la puerta de la cocina o del restaurante llegaban niños de tres, cinco o diez años, y miraban a los trabajadores mientras comían. Ponían su cara más triste. Robert los recuerda bien porque eran el rostro del hambre, asegura, de la pobreza. Se apoyaban en la puerta con la mirada desmayada y extendían la mano para pedir comida. A veces se quedaban durmiendo bajo el suelo de la casa.  
-¿Como pollos bajo el gallinero?
-Sí, como pollos bajo el gallinero- reitera Robert y enseguida le habla la memoria. 
-Antonio, el que más recuerdo, se llamaba Antonio Villa. Tenía siete años, era un negrito barrigoncito, andaba desnudo. Se metía debajo de la casa y yo le pasaba comida que sacaba de la cocina- recuerda Robert, quien en ese entonces tenía nueve años. 
Antonio siempre andaba en la calle, su familia era muy pobre. Robert dice que un día le propuso a su madre dejarlo en la casa, adoptarlo, y su mamá dijo que primero debía preguntar si se lo querían entregar. 
Y así fue: la mamá de Robert pidió que se lo regalaran, y la mamá de Antonio aceptó, pero él solo era el primero. 
 -Luego vino Duque. Tenía once años más o menos. Su familia era de un pueblo de Esmeraldas, y llegó al restaurante a pedir comida, hasta que un día se quedó viviendo.
-¿Y la familia? ¿los padres?
-Ellos se fueron, él quedó solo. En ese tiempo eso era muy común- cuenta Robert, y ríe porque era tan común quedarse con un niño, que por tener un restaurante llegaban muchos y su padre crió a seis. 
-¡Seis!
-Sí, mi padre siempre ha sido un hombre bueno, afirma.
Su padre es José Pepino Vilela, pescador de 83 años, moreno, de baja estatura -un metro 60 más o menos-, mirada cansada y memoria privilegiada, porque recuerda muchos detalles. Hace un esfuerzo por sacudir su memoria y se nota en su rostro, lo arruga, pero siempre halla los detalles que quiere. 
-Todos estuvieron aquí hasta que se hicieron mayores. Antonio se fue a los 22 años, Duque se fue a los 26 y Tiburcio, otro que me llegó como de 14 años, se fue a los 25 más o menos. Solo me quedé con los ocho muchachos que sí eran míos, mis hijos de sangre- narra José con la exactitud de un partida de nacimiento para decir las edades de las personas. Se pone de pie, cojea levemente de la pierna izquierda y camina despacio, lento, como turnándose entre él y su sombra para dar los pasos. Va a bajarle el volumen al radio. Hay mucha bulla, dice.   
-¿Por qué recibía a los niños en su casa? ¿No se le hacía difícil teniendo ya ocho? -le pregunto; ya está de vuelta. 
-Eran pequeños y algunos no tenían a nadie, daban pena- contesta sentándose nuevamente en un banco, en el portal de su casa. Dentro en el cuarto, su esposa lucha contra un cáncer; fuera, en el banco, él lucha por que su memoria sea lo más exacta posible.  
-¿Y cómo hacía para darles de comer a todos? -le digo, y él se ríe y responde con contundencia. 
-No dejaban ni el cocolón en la olla, ja, ja, ja, ja-.
Esos recuerdos son lo que su memoria le desempolva y no para de reír. Las risas ahora reemplazan la bulla que hacía el radio. 
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