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El parque de todas las generaciones

Del viejo parque lo único que queda es la glorieta y unos cuantos árboles de la tercera edad que distribuyen palomas y algo de sombra.

Martes 20 Marzo 2018 | 06:00

Ubicado entre las calles Sucre, Ricaurte, Olmedo y Bolívar, en él confluyen ciudadanos de todo tipo, pero, sobre todo, aquellos a los que la nostalgia convenció de que “todo tiempo pasado fue mejor”.

Marco Antonio Chóez conserva uno de esos testimonios del pasado, una cámara de manga y cajón cuya antigüedad no sabe precisar, pero la fija en “más de 50 años, porque ha pasado por cuatro generaciones”.
Asegura que todavía sirve, pero ya no hay los químicos para revelar las fotos, esas fotos en blanco y negro que, quizá, guardaron rasgos de una gente que murió hace tiempo. 
De ojos claros y cabello negro y arremolinado, asegura que por ella le han querido dar hasta 600 dólares, pero no la vende pues la tiene como atractivo, tanto así que cree que, si no fuera por ella, el alcalde ya lo hubiera sacado.
Atento a unos clientes que se hacen esperar demasiado, el hombre deja pasar el tiempo al pie suyo sin decir nada, acomodado a “esta época dura y complicada”. 
Del otro lado de la esquina, la que da al antiguo hotel París, desde un árbol de mango una familia de iguanas baja a comer y a tomar sol, un sol decidido a tostar todo lo que se le cruce en el camino. Doña Petita Muentes, que ha llegado de Montecristi, sentada en un banco cercano, las observa cuán verdes son.
A pocos metros de allí, como si buscara orientación, John Barreiro lee Las calles de Portoviejo. Lo hace sin premura, sonriendo para sí mismo, despreocupado de todo porque, él también, tiene su historia en ese espacio de todos.
“Aquí solía venir a tocar la guitarra con mis amigos a la salida del colegio. Nos quedábamos hasta tarde, entonando a Leodán, a Leonardo Favio”, dice Barreiro, quien estudió en el colegio nocturno Olga Vallejo hasta que el destino lo llevó por otros lares. Por eso, a veces, se da sus vueltas por allí, para recordar y revivir su juventud.
Desde lejos se escucha el martillear necio de las máquinas de la regeneración, el polvo descubre sus malas intenciones y la gente apura el paso. Hay tanto que hacer y pedir que el sol se oculte es vana gestión.
Luis Macías se ofrece para hablar, no porque se le pregunte nada, sino porque su historia debe ser oída. Al menos, eso es lo que cree.
Ah, el amor. “Este parque es un ícono de la ciudad, por su historia y porque aquí me enamoré de mi primera esposa, por eso es el parque del amor, el parque de la paz”, dice Macías es voz alta, tal cual como si quisiera dar a conocer los detalles de ese amor juvenil que se terminó antes de tiempo.
“Cuando tenía plata la invitaba a comer caldo de pata, pero cuando andaba chiro un pancito de a sucre nomás... Es que el destrampe debilita, hermano”, expresa. 
Su confesión muere en su último recuerdo, ese que no lo dice pero lo hace sonreír y lo aleja de toda posibilidad de ser descubierto en su sacrosanta intimidad.
La ciudad sigue latiendo en cada uno de los transeúntes: un vendedor de lotería, alguien que podría ser un abogado, una señora mayor a la que toda distancia parece quedarle lejos, un anciano que se da por abandonado, un joven atleta y muchos otros cuyo anonimato se mantiene intacto, pero que van y vienen a merced de la vida.
 ¿Y las flores?. A un costado del parque, Antonio Zambrano recuerda cómo el parque de su juventud se fue quedando sin flores hasta quedarse encerrado en verjas de hierro, tal cual como una cárcel a medio construir.
 “Antes el cerramiento era de flores, como un gran jardín. Era otro tipo de ambiente, más romántico, como del campo”, cuenta Zambrano, quien llegó a los 16 años desde Chone, cuando muchos de los árboles que lo circundan aún no eran de la tercera edad.
De las pocas fuentes que hay no sale más que viento, un viento que parece pasar revista a quienes en ese momento están allí, dándole un poco de aliento a un parque que, según se dice, tiene 140 años de edad y del que se espera cumpla otros 100 años.
Ese es, por lo menos, el deseo de quienes un 31 de diciembre de 1999 decidieron abrir un cofre en el que todo aquel quisiera depositara sus afectos y querencias: una foto, una carta, un objeto preciado, un mensaje para que, luego de un siglo de estar encerrados bajo una losa, pudieran ser descubiertos por las futuras generaciones en una fecha definida para la ocasión: 31 de diciembre del 2099.
Pablo Palma, cuya infancia se recreó en ese parque al que llama “el patio delantero de mi casa”, fue de los que dejó en manos de ese cofre secreto sus afectos.
“Dejé consejos de vida para mis hijos y mis futuros nietos, porque ellos son los que alcanzarán a verlo. En esa carta va parte de la historia familiar, para que ellos sepan y conozcan sus orígenes. Yo no soy mucho de llorar, pero ese día lloré, porque tuve sentimientos encontrados”, confiesa Palma, aquejado de una pena imposible de disimular.
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