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Santa Ana
El fiel heredero del padre Alberto Ferri

Reynaldo Sornoza García no tiene ni idea de quién fue Honorato Vásquez, pero en Honorato Vásquez todos saben quién es él.

Viernes 16 Marzo 2018 | 11:00

No es ninguna coincidencia que en esa parroquia de Santa Ana la gente esté al tanto de un personaje al cual vieron, día y noche, por las comunas más refundidas, de la mano del sacerdote Alberto Ferri. 

INFANCIA. “Primero me quedé huérfano de padre, a los 7 años, dos años más tarde, a los 9, se fue mi madre, así que me quedé sin padres a esa edad”, cuenta el hombre que, pese a la entrevista, permanece descalzo en sus dominios, cerca del río Portoviejo.
Lo segundo es lo segundo y para él no hay cómo explicar su vida sin narrar sus andanzas en mitad de las huertas, alimentándose de los frutos del campo, pescando en los ríos -que en ese entonces eran pródigos en “viejas”- y, a veces, hasta cazando animales silvestres.
“Yo lo que hacía era llevarlos a donde los vecinos, los preparaban y así me aseguraba la papa”, precisa el hombre, quien estaba muy lejos de saber que iba a ser llamado para una obra que sería memorable.
Tantas fueron sus necesidades que, a veces, saltó el cerco ajeno y una que otra gallina fue a parar a la olla. A poco de andar a la deriva, por uno y otro lado, se reencontró con Zoila, su hermana mayor, quien lo puso en vereda y lo matriculó en la escuela. El resultado no fue tan grato porque por su ropa raída, los otros chicos se avergonzaban de él y se sentaban lo más lejos posible. 
“Yo les perdonaba su orgullo”, dice don Reynaldo que, para esos años, había comenzado a dar muestras de tener una memoria prodigiosa en la que logró almacenar más de 600 canciones.
Oía a Pedro Infante, Jorge Negrete, Miguel Aceves Mejía, Javier Solís y a las Hermanas Mendoza Sangurima.
Predestinado para otra cosa que no solo fuera cantar y vagabundear, a los 40 años tuvo la que considera la mejor experiencia de su vida.
CAMBIO. La parroquia no era bien vista, porque se solía decir que en toda fiesta, para que fuera buena, debía haber por lo menos tres muertos; si no había ninguno, se decía que había estado aburrida.
“Aquí, si alguien salía con un cuchillo al cinto era para pelear, no para lucirlo”, evoca don Reynaldo, quien precisa que, justo en esa época llegó el padre Ferri a la zona. Extraño por esos lares, nadie lo quería ayudar. 
La capilla era una casa de caña y no era habitable. Un día, en esa misma capilla, el padre pidió voluntarios para que hicieran la lectura de los evangelios. Él había ido solo a molestar a los feligreses y a echarle el ojo a una que otra jovencita. En voz alta, Ferri fue claro y directo. Lo señaló y dijo: “Ese que está allá”. Alguien alzó la mano entusiasta, pero el sacerdote especificó su objetivo: “No, ese burro que está allá”. Estaba claro que había sido elegido entre muchos otros. Con toda la mala voluntad del mundo, se dirigió al padre: “Yo no sé leer ni escribir”. Pero este lo dejó sin salida: “Así te ha llamado el Señor y así tienes que aceptarlo”.
Lo que vino después fue una labor titánica y llena de sacrificios que solo personas con fe y voluntad de hierro pueden realizar. “Por dónde no más no anduvimos. Caminamos y recorrimos todos los lugares, echando pata, subiendo y bajando, con agua, sol y frío. El padre siquiera creó unas 50 comunidades. Ni bien se formaban, organizaba la catequesis y elegía a los misioneros y guías espirituales”, recuerda con nostalgia don Reynaldo.
Durante la visita oficial del Papa Juan Pablo II al Ecuador, Ferri pidió para Sornoza la autorización para que pudiera leer la palabra de Dios en las misas, lo cual fue concedido por el Sumo Pontífice en presencia misma de Sornoza, en Cuenca.
Cuando el padre Ferri volvió a Italia, lo hizo para morir, pero escribió una carta en la que pedía que lo enterraran en esa parroquia que había evangelizado contra todo pronóstico.
Su cuerpo descansa en la capilla de Honorato Vásquez y si hay alguien que le lleva flores, ese es, sin duda, Reynaldo Sornoza.
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