Las más de 3.000 personas que trabajan allí pertenecen a la etnia indígena y han llevado con ellos su lengua nativa a la capital ecuatoriana.
El quechua no solo se lee en los muros que reciben al visitante: también se enseña en una escuela que se creó para acoger a los hijos de los indígenas.
“Muchos niños del campo fueron rechazados en las escuelas hispanas, algunos fueron bajados de grado, hubo maltrato psicológico y moral. Entonces vimos la necesidad de tener nuestra propia institución”, cuenta Manuel Ilicachi.
Él es oriundo de Chimborazo y uno de los fundadores de una escuela indígena que empezó hace más de 20 años en un patio prestado y ahora ocupa el edificio de la antigua Escuela de Artes y Oficios.
Lugar de aprendizaje. El centro se llama Amauta Rikchiri que, traducido al español, significa el despertar de los sabios. También recibe a niños mestizos que empiezan a palabrear el quechua desde la educación inicial. Este año más de 250 alumnos asisten a este centro y relacionan las actividades escolares con la cosmovisión andina.
“Implementamos nuestros saberes en el currículo escolar; por ejemplo, festejamos los cuatro raymis de nuestros mayores”, explica Esperanza Freire, directora de la escuela.
“Mes a mes vamos plasmando en lo escolar lo que hacemos en las comunidades y que en la ciudad se pierde. Recién pasamos el Kulla Raymi (preparación de la tierra), que coincide con el inicio del año escolar. Nosotros les explicamos a los niños que ellos son como la tierra fértil que se prepara para recibir las semillas del conocimiento”, añade.
Pero, a pesar de que los indígenas otorgan el sello de interculturalidad al mercado de San Roque, ellos están en el último eslabón de la cadena de trabajo y son un ejemplo de la desigualdad imperante.
Se emplean como cargadores, desgranadores y voceadores de la mercadería ajena y ganan entre cinco y 10 dólares por jornada de trabajo.
Empiezan a las cuatro de la madrugada y terminan a las cuatro de la tarde.
“No tengo estudios para cambiar de trabajo, toca estar aquí hasta que Dios quiera”, dice Segundo Baño, cerca ya de los cuarenta años y capaz de cargar hasta tres quintales de papas (algo más de 45 kilos) de una sola vez.