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Identidad
Un rincón donde se expresan tradiciones

El mercado de San Roque, que se levanta en la zona centro de Quito, se ha convertido en un custodio del idioma quechua.

Jueves 12 Enero 2017 | 04:00

 Las más de 3.000 personas que trabajan allí pertenecen a la etnia indígena y han llevado con ellos su lengua nativa a la capital ecuatoriana.

El quechua no solo se lee en los muros que reciben al visitante: también se enseña en una escuela que se creó para acoger a los hijos de los indígenas.
“Muchos niños del campo fueron rechazados en las escuelas hispanas, algunos fueron bajados de grado, hubo maltrato psicológico y moral. Entonces vimos la necesidad de tener nuestra propia institución”, cuenta Manuel Ilicachi.
Él es oriundo de Chimborazo y uno de los fundadores de una escuela indígena que empezó hace más de 20 años en un patio prestado y ahora ocupa el edificio de la antigua Escuela de Artes y Oficios.
 

Lugar de aprendizaje. El centro se llama Amauta Rikchiri que, traducido al español, significa el despertar de los sabios. También recibe a niños mestizos que empiezan a palabrear el quechua desde la educación inicial. Este año más de 250 alumnos asisten a este centro y relacionan las actividades escolares con la cosmovisión andina. 
“Implementamos nuestros saberes en el currículo escolar; por ejemplo, festejamos los cuatro raymis de nuestros mayores”, explica Esperanza Freire, directora de la escuela.
“Mes a mes vamos plasmando en lo escolar lo que hacemos en las comunidades y que en la ciudad se pierde. Recién pasamos el Kulla Raymi (preparación de la tierra), que coincide con el inicio del año escolar. Nosotros les explicamos a los niños que ellos son como la tierra fértil que se prepara para recibir las semillas del conocimiento”, añade.
Pero, a pesar de que los indígenas otorgan el sello de interculturalidad al mercado de San Roque, ellos están en el último eslabón de la cadena de trabajo y son un ejemplo de la desigualdad imperante.
Se emplean como cargadores, desgranadores y voceadores de la mercadería ajena y ganan entre cinco y 10 dólares por jornada de trabajo. 
Empiezan a las cuatro de la madrugada y terminan a las cuatro de la tarde. 
“No tengo estudios para cambiar de trabajo, toca estar aquí hasta que Dios quiera”, dice Segundo Baño, cerca ya de los cuarenta años y capaz de cargar hasta tres quintales de papas (algo más de 45 kilos) de una sola vez.
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