Ahora, que comienza la por así decirlo temporada de campaña, miro alrededor, no hay un solo político que retenga o merezca mi atención por más de cinco segundos.
Mario Vargas Llosa insiste en que no hay que despreciar a la política, porque es así como la política se vuelve despreciable. Pero la política, lo dijo Roberto Bolaño sobre la escritura, se ha convertido en un ejercicio patético sobre todo por quienes lo ejercen, un oficio poblado de canallas y tontos. Ahí está Álvaro Noboa, digno personaje de un Peter Capusotto derretido en ácidos; Guillermo Lasso, con la flexibilidad de Terminator y el carisma de un cielo sin estrellas; Dalo Bucaram, la secuela tragicómica y sobregirada de una película que nadie quiere volver a ver; Rafael Correa, acaso el peor de todos, el héroe que vivió lo suficiente para convertirse en villano. Y ahí están Maduro en Venezuela y Peña Nieto en México y Ortega en Nicaragua. Nadie a quien valga la pena escuchar.
Lo peor es que no hablo de nada nuevo. El documental “Best of Enemies” (disponible en Netflix), una de las mejores películas que he visto últimamente y que recomiendo, a ojos cerrados, a cualquier persona medianamente interesada en la política, muestra a Gore Vidal y William Buckley, intelectuales de izquierda y derecha respectivamente, debatiendo en televisión durante la campaña que llevó a Richard Nixon a la presidencia de los Estados Unidos en 1969. El nivel de esas discusiones es tan lúcido, ilustrado e irónico que eleva el discurso político al plano de la literatura. El problema, dijo Gore Vidal años después, es que nadie realmente los estaba escuchando porque ya desde entonces la política era un asunto más hepático que neuronal. Pienso en Charly García diciendo, ¿para quién canto yo entonces, si los humildes no me entienden? Y me pregunto si es verdad que en el discurso político de nuestro país ya no cabe la inteligencia.