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Carol Murillo Ruiz
Pinochet y la ouija

La muerte es uno de esos sucesos que afronta el hombre -el mundo- sin defensas. Desde la muerte poseída por espíritus hasta la muerte por vejez o enfermedad. La muerte del dictador Pinochet ha puesto sobre el papel virtual de estos días, las más insólitas noticias que su funeral produjo en Chile y el buen desaire de Bachelet.

Viernes 15 Diciembre 2006 | 20:01

Bebía vino tinto y deglutía carne el domingo cuando me llegó la noticia de su muerte, brindé por ello y brindo ahora cuando sé que una parte del mundo decente y bueno, vio en el dictador a un humanoide, digo, hoy, en mi época de terrícola fuera de tierra. Maruja Torres, articulista de El País-España, escribió ayer lo siguiente, a propósito del funeral del genocida: “Qué garbo guerrero, qué gravidez de ardorosos cascos, qué histéricos discursos. Y qué castrense, el capellán. Espero que los jóvenes de todos los países del mundo, pero muy en especial los europeos, contemplaran el ritual en sus televisores, mp3 o lo que sea que ahora usen. Que hayan visto, al menos, las fotos. Porque lo que presenciamos no fue el entierro del último dictador de la derecha latinoamericana, sino la última cabalgada de las walquirias del último dictador de escuela europea y, más concretamente, franquista, con ligeros toques prusianos. Para completar la semejanza, el caballero reposaba en su ataúd de gala sin las gafas negras que, ellas sí, le conferían un punto asesino y traidor más del terruño. Pues bien, fundamos esas imágenes con las del Valle de los Caídos y sepamos, de una vez por todas, que Pinochet no fue sino el mejor copycat del Centinela de Occidente mantenido por Estados Unidos. He aquí una lección de Historia”. Vale. En Pinochet y su cinismo -su imagen- mejor, su solo conjunto: mortal/uniforme, se petrifica el tiempo más nefasto de América latina: tiempo de dictaduras y miedos a un comunismo irreal en nuestros países. Es verdad que la utopía comunista viajaba por las mentes y los fusiles de muchos idealistas, y que la revolución cubana incubó -qué linda cacofonía- en ellos una solidaridad de clase sincera, quiero decir, amor por los pobres y su redención, pero Pinochet creía que la muerte del cuerpo mataba la utopía. Por eso se burlaba y se complacía en minimizar los crímenes de revolucionarios y subversivos, en fin, de virtuosos, ejecutados por un ejército subsumido en la referencia de la muerte como final de todo presente y de todo futuro. Era el cuerpo muerto el botín de Pinochet. El cuerpo que mata palabra, grito, nobleza. Hoy, como paradoja que debe abofetear su propio cadáver, Pinochet ha de saber que el idealismo no se fosiliza en un cuerpo muerto. Pero él no tenía idealismo. La diferencia está en que su cuerpo muerto -el de Pinochet- resucitó un discurso negro y rancio en la voz viva de su nieto: la voz de la ouija hablo por él. El peligro que deja el dictador desde su fuliginosa ultratumba es una voz que avergüenza el presente de Chile, y que debe enseñarnos que no solo los idealistas tienen espacio en el futuro, sino que los asesinos se proyectan desde el infierno para sabotear las luces que vendrán. La voz del nieto es el juego de la ouija de Pinochet. Alerta.
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