El feísmo es la tendencia artística o literaria que valora estéticamente lo feo, y lo feo, de un tiempo a esta parte, invade los espacios más inesperados.
Como madre de familia, hace años que soporto que amigos y parentela regalen a mis hijos juguetes, videojuegos y libros protagonizados por monstruos y brujas, y últimamente artilugios varios que pretenden hacer de los demonios compañeros inseparables de su ocio. Ni qué decir tiene que dichos diablos acaban inexorablemente en la papelera.
Y tiene su importancia. La belleza es una llamada al más allá, al reino de la armonía y la paz que nos promete la revelación cristiana y que los niños captan más sutilmente. Y Dios, cúmulo de perfecciones, crea belleza y no una fealdad inductora de angustia, miedo y desagrado omnipresentes hoy en el mundo infantil. La desproporción y el afeamiento se originaron en la primera rebelión espiritual que abrió un infierno de horror poblado por ángeles caídos, demonios monstruosos que acompañarán a las almas muertas en la peor de las fealdades: la del pecado. Un juguete, al fin y al cabo, es un arma que acerca al niño a una realidad. Nosotros elegimos a cuál.
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