El 2 de septiembre de 2015, el mar devolvió a la orilla una tragedia que conmovió al mundo. En una playa de Bodrum, Turquía, yacía el cuerpo de Aylan Kurdi, un niño sirio de tres años que había intentado, junto a su familia, cruzar el mar Egeo rumbo a Kos, Grecia, huyendo de la guerra civil. La fotografía tomada por la reportera gráfica Nilüfer Demir se convirtió en símbolo de la crisis de refugiados: la inocencia quebrada frente a la indiferencia internacional.
El naufragio que lo cambió todo
Aylan había nacido en Kobane, ciudad arrasada por los combates entre el régimen sirio, el Estado Islámico y las milicias kurdas. Con su hermano Galip, de cinco años, y sus padres, partió en una embarcación precaria junto a otros refugiados. La familia había pagado 1.000 dólares por persona para la travesía.
Esa noche, el mar se alzó contra ellos. El bote volcó. Murieron Aylan, Galip, su madre y al menos una docena de personas más. Solo sobrevivió el padre, Abdullah Kurdi, que al salir del agua no solo perdió a su familia, sino también la esperanza.
El eco mundial por la muerte de Aylan Kurdi
La foto de Aylan sacudió las conciencias. En cuestión de semanas, la tragedia se coló en los despachos de gobiernos y parlamentos. Alemania abrió sus puertas a más de un millón de refugiados sirios. España prometió acoger a 17.337, pero para 2017 apenas había recibido a 1.888, según Amnistía Internacional. En 2016, la Unión Europea pactó con Turquía el cierre del paso del Egeo a cambio de 6.000 millones de dólares, un acuerdo que redujo los cruces pero no las muertes: desde entonces, más de 2.200 personas han perdido la vida en esa misma ruta.
Diez años después, el mapa migratorio cambió. La guerra siria terminó. El presidente Bashar al Asad vive exiliado en Moscú, y ya casi no son los sirios quienes encabezan los flujos migratorios. Ahora llegan, sobre todo, afganos, egipcios, sudaneses, eritreos y somalíes.
El Egeo dejó de ser la principal vía, sustituido por las rutas que parten desde Libia hacia Italia y desde África hacia Canarias. Pero el mar sigue cobrando vidas: desde 2015, más de 20.000 migrantes murieron en estas travesías, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Solo en 2024, 125 personas fallecieron intentando llegar a Grecia.
Europa, entre promesas y fronteras
La respuesta europea ha estado marcada por la contradicción. La Unión Europea aprobó en 2024 el nuevo Pacto de Migración y Asilo, criticado por priorizar el control fronterizo sobre los derechos humanos. Organizaciones como Save the Children denuncian que 210.000 menores no acompañados han quedado desprotegidos en Europa desde 2015. En paralelo, Grecia ha sido acusada de realizar devoluciones en caliente, despojando a los migrantes de sus pertenencias y expulsándolos de vuelta a Turquía, pese a la evidencia documentada.
En agosto, el primer ministro griego, Kyriakos Mitsotakis, declaró: “La migración es un reto recurrente. Los traficantes se adaptan, operando ahora desde Libia hacia Creta”. Sus palabras reflejan un patrón: la geografía cambia, pero las tragedias persisten.
La herida abierta
Diez años después, la imagen de Aylan Kurdi permanece como una cicatriz colectiva. El padre, Abdullah, decidió regresar a Kobane, su ciudad en Siria, renunciando a cualquier otro intento de huida. “Mis hijos eran los niños más bonitos del mundo. Quiero que el mundo se dé cuenta”, dijo tras la tragedia.
Hoy, mientras el mar sigue siendo tumba de migrantes —más de 30.000 muertos o desaparecidos desde 2015, según la OIM—, barcos de rescate como los de Open Arms enfrentan criminalización y trabas legales. La solidaridad se persigue, las fronteras se blindan y el Mediterráneo continúa cobrándose vidas.