Es una frase atribuida a John Lyly, un dramaturgo inglés que la escribió en su obra Euphues: The Anatomy of Wit, publicada en 1578.
Desde entonces, este modismo se transformó en una referencia obligatoria para todo aquel en búsqueda de medios lingüísticos que justifiquen una acción moralmente cuestionable, utilizada como medio para obtener la victoria.
Bajo el paraguas protector de aquella frase habita una ilusoria sensación de impunidad que promueve la arremetida inmisericorde del verdugo. En la ruta victoriosa quedan regados los códigos de honor y los corazones ilusionados, víctimas de una fiebre narcisista del “fin justifica los medios”, sacramentada por una ficción literaria tan humana como cruel.
¿Y en la política? Seguramente también se aplica este principio. Es bien sabido que los límites entre el bien y el mal son muy delgados y flexibles en el arte de conquistar y administrar el poder. Ninguna otra actividad puede reunir características tan similares a la guerra y al amor como la política. El político exitoso debe ser un general y un casanova a la vez, capaz de encender un intenso romance con sus votantes y luchar furiosamente por mantenerlos cautivos. En ese sentido, es imposible no coincidir con la reflexión inmortalizada por Winston Churchill cuando dijo: “La política es casi tan emocionante como la guerra y no menos peligrosa. En la guerra podemos morir una vez; en política, muchas veces”.
Invocar al amor del pueblo a través de cápsulas audiovisuales para alimentar la leyenda de un líder con ínfulas de guerrero místico y aura de latin lover, como requisito indispensable para triunfar en una guerra contra el crimen organizado, es un ejercicio de poder peligroso y muy desgastante. Mientras tanto, en plena guerra se simplifica la discusión pública creando una falsa polarización social entre buenos y malos, cuando se tacha a las voces críticas e irreverentes al poder como alcahuetes de la mafia. Aquella es una mirada bélica y tóxica, propia de una disyuntiva del amor o de la guerra, algo así como “estás conmigo o contra mí”.
Me resisto a aceptar la versión única que nos ofrece el poder sobre el amor y la guerra. Me resisto a creer que en su nombre todo está permitido. Me quedo con la versión alternativa y disidente que Charles Bukowski ofreció sobre la frase que encabeza esta columna. Para el poeta maldito: “En el amor y la guerra todo vale, menos arrastrarse. En la guerra se muere de pie y en el amor se dice adiós con dignidad”. Excepción a la regla. Un demócrata notará la diferencia; un indigno, jamás.