La noticia del fallecimiento del Papa Francisco, anunciada por el cardenal Kevin Farrell, trajo a la memoria el momento en que Jorge Mario Bergoglio se convirtió en el líder de la Iglesia Católica.
Aquel 13 de marzo de 2013, el mundo contuvo el aliento ante la chimenea de la Capilla Sixtina en el Vaticano, esperando la señal que confirmara la elección del nuevo pontífice tras la renuncia de Benedicto XVI.
Pero junto con la identidad del nuevo líder, llegó una pregunta que a menudo despierta la curiosidad: ¿por qué el recién elegido Sumo Pontífice adopta un nuevo nombre?.
En el caso de Bergoglio, el nombre elegido fue Francisco, una decisión que resonó por su significado y su conexión con un santo venerado por su humildad y amor por los pobres.
Sin embargo, esta práctica no es una imposición, sino una tradición arraigada en la historia de la Iglesia Católica.
Los orígenes de una costumbre papal
Para comprender el origen de esta costumbre, debemos remontarnos al siglo VI. Fue entonces cuando el Papa Juan II, cuyo nombre de nacimiento era Mercurio, decidió adoptar un nuevo apelativo al ascender al trono de San Pedro.
La razón detrás de esta elección fue pragmática: evitar la confusión con un anterior Papa que también se llamaba Juan.
Este acto, aparentemente sencillo, sentó un precedente que con el tiempo se convertiría en una tradición significativa.
A pesar de este inicio temprano, la adopción de un nuevo nombre por parte de los papas no se generalizó de inmediato. De hecho, durante varios siglos después de Juan II, algunos pontífices mantuvieron sus nombres de pila.
No fue sino hasta el siglo XI cuando esta práctica comenzó a consolidarse como una costumbre establecida dentro de la Iglesia Católica.
Desde entonces, solo dos papas eligieron no cambiar su nombre: Adriano VI y Marcelo II.
El simbolismo detrás del nuevo nombre
La elección del nuevo nombre papal está lejos de ser un mero formalismo. Muchos teólogos e historiadores sugieren que este acto posee un profundo significado simbólico.
Se asemeja a los relatos bíblicos en los que Dios otorga nuevos nombres a aquellos que elige para una misión especial, como el cambio de Simón a Pedro por Jesús, marcando el inicio de su liderazgo en la Iglesia cristiana.
De esta manera, el nuevo nombre representaría una ruptura con la vida anterior del elegido y el comienzo de una nueva etapa como máxima autoridad del catolicismo.
Así pues, al aceptar el papado, el cardenal electo es interrogado por el cardenal decano sobre su aceptación y el nombre con el que desea ser conocido.
Esta decisión es enteramente personal y no está sujeta a reglas o restricciones específicas.
La elección de Francisco: Un significado profundo en el Vaticano
En el caso de Jorge Mario Bergoglio, la elección del nombre Francisco fue un claro homenaje a San Francisco de Asís.
Este santo del siglo XIII es venerado por su radical pobreza, su profunda paz y su humildad, así como por su amor y cuidado por la creación.
Al adoptar este nombre, el entonces nuevo Papa no solo se identificaba con los valores franciscanos, sino que también marcaba un rumbo para su pontificado.
Enfatizando la importancia de la humildad, la paz y la atención a los más necesitados.
La elección de Francisco también rompió con una tradición implícita: ningún papa anterior había tomado ese nombre. Esto añadió un elemento de novedad y sorpresa a su elección.
Inicialmente, se le conoció como Francisco I, siguiendo la costumbre de numerar a los papas con el mismo nombre.
Sin embargo, dado que hasta la fecha no ha habido otro Papa Francisco, el numeral se omitió.
Solo en el futuro, si otro pontífice elige este nombre, se le denominará Francisco I para distinguirlo de su predecesor.
Un relato personal y nombres con historia en el Vaticano
La decisión de Bergoglio de llamarse Francisco resonó profundamente en el mundo, especialmente por la sencillez y la conexión con los valores del santo de Asís que este nombre evocaba.
Durante una conferencia de prensa en el Vaticano, el propio Papa Francisco relató el momento en que surgió la idea de este nombre.
Contó que, durante el cónclave, su amigo cercano, el cardenal brasileño Claudio Hummes, lo abrazó tras su elección y le susurró: «No te olvides de los pobres«.
Estas palabras calaron hondo en él, y de inmediato pensó en San Francisco, a quien describió como «el hombre de la pobreza, el hombre de la paz, el que ama y cuida la creación«.
Esta anécdota revela la profunda conexión personal que puede haber detrás de la elección del nombre papal.
No se trata solo de una tradición, sino de una decisión meditada que a menudo refleja la visión y el espíritu con el que el nuevo pontífice pretende guiar a la Iglesia.
Juan, el nombre más popular en el Vaticano
A lo largo de la historia, ciertos nombres han gozado de mayor popularidad entre los papas. El nombre más recurrente ha sido Juan, elegido en 23 ocasiones.
Le siguen Gregorio y Benedicto, ambos con 16 pontífices. Otros nombres frecuentes incluyen Clemente (14 veces), Inocencio y León (13 veces cada uno) y Pío (12 veces).
Es notable la ausencia del nombre Pedro, el del primer apóstol y primer Papa de la Iglesia.
La tradición sugiere que ningún pontífice ha querido adoptar este nombre en el Vaticano por considerarlo un acto de equiparación con la figura fundacional de la Iglesia.
Más allá de las razones históricas y simbólicas, la elección del nombre papal también puede estar influenciada por figuras o eventos relevantes en la vida del nuevo pontífice.
Un estilo marcado por la sencillez
En el caso de Francisco, su elección resonó con su propio trabajo pastoral en Argentina, donde demostró un firme compromiso con los sectores más vulnerables de la sociedad, trabajando activamente en las villas miseria.
Su lema papal, «Una Iglesia pobre y para los pobres«, encapsuló esta visión desde el inicio de su pontificado en el Vaticano y reflejó directamente la inspiración que encontró en San Francisco de Asís.
Desde el momento de su elección, Francisco marcó un estilo personal distintivo, caracterizado por la sencillez y la humildad.
Optó por un anillo de plata en lugar del tradicional anillo de oro, utilizó una cruz de metal sin adornos y prescindió de la muceta, la capa que habitualmente acompaña la sotana papal.
Estos gestos simbólicos transmitieron un mensaje claro de una Iglesia más cercana y modesta, en sintonía con el espíritu del santo cuyo nombre eligió.
Anécdotas y la continuidad de una tradición
Incluso en medio de la solemnidad del cónclave, hubo espacio para el humor. El propio Papa Francisco compartió algunas de las sugerencias curiosas que recibió sobre qué nombre debería elegir.
Uno de sus colegas le propuso Adriano, en referencia al reformador Adriano VI, mientras que otro sugirió Clemente, aludiendo a Clemente XIV, quien en su tiempo disolvió la Compañía de Jesús, la orden a la que pertenece Bergoglio.
Estas anécdotas pintan un cuadro humano y cercano del proceso de elección del nombre papal.
En definitiva, la tradición de que los papas se cambien de nombre al ser electos es mucho más que una simple formalidad. Es un acto cargado de historia, simbolismo y significado personal.
El mundo despide al Papa Francisco: Un legado de humildad y cambio