Voy camino a entrevistar a un moribundo que me ha pedido una sola condición para hablar: que lleve cervezas.
Compro un six pack. En la puerta de la casa me recibe Roberto: 70 años, cabello canoso, flaco. Me da un apretón de manos firme. Es la primera vez que lo veo, y lo que menos tiene es cara de moribundo. El contacto que me habló de él me dijo que Roberto sufre de cáncer de próstata avanzado y la cosa pinta mal, muy mal. No quiere tratamiento ni medicina. Hoy es uno de sus días buenos.
Además de cervezas, traje anotadas algunas preguntas. Las obvias para un sicario, para un viejo asesino retirado: ¿Qué lo llevó a tomar ese camino? ¿Hay alguna escena que no pueda sacarse de la cabeza? ¿Cuándo comenzó a alejarse de la vida que ahora tiene? ¿Siente arrepentimiento por matar a una de sus víctimas? ¿Cuántas personas mató y por qué?
Las preguntas personales
Roberto abre una cerveza. Me pregunta si quiero una. No le digo. Guarda las otras en la refrigeradora. La casa es pequeña, limpia y ordenada.
—Ahora sí, amigo, dígame qué quiere saber de mí —dice con una voz cordial.
—¿Está solo? Porque voy a hacerle preguntas muy personales.
—Mi mujer murió hace seis años. Vivo solo. Mis hijos están fuera del país. No viven conmigo. Así que pregunte.
—Voy a empezar con una pregunta tonta. ¿Por qué pidió cervezas?
—Nunca he sido borracho. Tampoco me drogaba, pero desde que me enteré, hace unos seis meses, que tengo cáncer, me tomo una cerveza al día. Mientras la tomo, pienso.
—¿Y qué piensa?
—Que en cualquier momento me voy a morir. No quiero vivir como un desecho en una cama, enfermo Eso pienso.
—¿Y qué hará para calmar el dolor?
—Esa es la única pregunta que no voy a responder —dice Roberto mientras toma el primer sorbo.
Me olvido de las preguntas planificadas.
—Sabe, Roberto, una vez leí un reportaje en un periódico sobre los grupos mafiosos cuyo inicio me gustó. Decía algo así: “Un mafioso solo abre la boca cuando va al dentista”.
—¿La puede repetir de nuevo?
—Claro: “Un mafioso solo abre la boca cuando va al dentista”.
—Mi mujer murió sin saber qué hacía yo realmente en una época. Mis hijos no lo saben. Para todos fui el guardaespaldas de un empresario durante diez años.
—¿Y usted realmente fue un guardaespaldas?
—Sí, y también lo otro.
Lejos de su país
Roberto dejó Ecuador a los 23 años y fue a vivir a Nueva York. Trabajó como mesero por un tiempo, hasta que conoció gente que le propuso ganar dinero rápido. Se convirtió en guardaespaldas de un empresario, que tenía solo eso de fachada. Era un mafioso. Roberto aprendió de otros guardaespaldas a hacer el trabajo sucio: matar a posibles competidores y enemigos de su jefe.
—Estuve unos diez años en ese mundo. Todo terminó cuando mi jefe murió. No lo mataron, se ahogó en una playa. Sin jefes, no había guardaespaldas. Dejé Nueva York, me marché con mi familia a vivir una vida normal.
—¿Por qué no siguió en ese mundo?
Roberto se levanta. Va por la segunda cerveza. Quién diría que ese anciano de mirada dulce fue una vez un asesino.
Esa violencia que acompaña
Según estudios, muchos sicarios —especialmente los jóvenes— experimentan una desconexión emocional al matar, influida por entornos de pobreza y masculinidades tóxicas (“ser hombre”). Algunos expresan fantasías de venganza (como contra figuras paternas), mientras que otros ven su labor como un trabajo mecánico, desprovisto de sentimiento, motivado por dinero o lealtad a un grupo.
Le vuelvo a repetir la pregunta.
—Lo hice por mi familia. No quería que mis hijos se enteraran de lo que yo hacía. Para mí fue una bendición la muerte de mi jefe.
Decido hacerle una pregunta de cajón. La obvia y necesaria.
—¿Se arrepiente de haber matado?
—La primera vez que apreté el gatillo para matar a una persona sentí arrepentimiento. No pude conciliar el sueño varios días, y hasta recé pidiendo perdón. Después todo fue mecánico. Pero la muerte de mi jefe fue mi salvación, como te dije. Quería otra vida para mi familia.
—¿Alguna vez le atormentó alguno de sus crímenes?
—Ahora. Recién ahora. Como estoy enfermo y me voy a morir pronto, repaso mi pasado. Si de mí dependiera, cambiaría esos diez años de mi vida. Allí están, para atormentarme.
—¿Por qué decidió contar su historia?
—No lo sé. Tal vez porque me estoy muriendo. Se lo conté a mi amigo, que es amigo tuyo. Y él te contó a ti, y no me molesta que te lo haya dicho. Será el secreto de los tres, ¿verdad?
—Pero yo soy periodista y voy a publicar esto. Así quedamos.
—Sí, claro, publícalo, pero sin dar detalles de dónde vivo. Ese fue el trato. Nadie va a creer que este viejo enfermo y querido en el barrio, una vez, apretó el gatillo una, dos, tres… y varias veces más. ¿Quieres una cerveza?
—No, gracias.
—Yo sí. Hoy me tomaré todas.