El 23 de junio de 2018 parecía un día más para los “Jabalíes Salvajes”, el equipo de fútbol infantil que, tras un entrenamiento, decidió explorar la cueva Tham Luang, sin saber que esa aventura se convertiría en una odisea de supervivencia seguida por el mundo entero. Doce niños, de entre 11 y 16 años, y su entrenador, Ekkaphon Chanthawong, de 25, quedaron atrapados por el repentino ascenso de aguas monzónicas.
Lo que siguió fue una operación de rescate que desafió el tiempo, las condiciones extremas y el miedo, y que terminó escribiendo una de las páginas más sobrecogedoras del siglo 21. La desaparición del grupo movilizó de inmediato a padres y autoridades. Aquella misma noche, el entrenador principal del equipo, Nopparat Khanthawong, alertado por la ausencia de sus jugadores, halló bicicletas y mochilas abandonadas en la entrada de la cueva. Se encendieron las alarmas.
Comenzó así una carrera contra reloj, primero con buzos locales y miembros de la Marina tailandesa, y pronto con la ayuda de expertos internacionales como el espeleólogo británico Vernon Unsworth y los buzos Richard Stanton, John Volanthen y Robert Harper.
Lo que vivían los Jabalíes Salvajes dentro de la cueva
Dentro de la cueva, la oscuridad era total. El lodo y la corriente hacían imposible la visibilidad. “El agua es tan turbia que no se ve nada”, confesaron los rescatistas. Mientras tanto, Chanthawong, exmonje budista, mantenía a los niños vivos mediante técnicas de meditación. Les enseñó a beber agua filtrada por las rocas y a conservar energía. “Nos pidió cavar para agruparnos y mantenernos calientes”, recordaron algunos.
Los días se sucedieron entre lluvias constantes y una montaña que parecía no querer soltar a sus huéspedes. Se instaló una base dentro de la cueva, la llamada “Cámara Tres”, con oxígeno y víveres. Más de 600 personas rastreaban entradas alternativas. El 1 de julio, tras un breve respiro meteorológico, los buzos lograron alcanzar una cavidad más amplia. La esperanza, por fin, se abría paso.
El rescate y las lluvias
El dilema era angustiante: o se esperaba al fin de los monzones, que podían durar meses, o se arriesgaba un rescate imposible. La amenaza de nuevas lluvias para el 11 de julio apuró la decisión. El grupo debía recorrer 4 kilómetros de túneles inundados sin experiencia en buceo. El 3 de julio, el almirante Pak Loharnshoon lideró un equipo de siete buzos que llegó hasta los niños con suministros y medicamentos. Empezó el entrenamiento subacuático más crucial de sus vidas.
Pero la tragedia no se hizo esperar. El 5 de julio, Saman Kunan, exmarino tailandés, murió mientras transportaba tanques de oxígeno. Su muerte sacudió al equipo de rescate. Era la señal de que cualquier paso en falso podía costar más vidas. Con los niveles de oxígeno cayendo al 15%, la evacuación comenzó el 8 de julio. Los niños fueron sedados con ketamina, xanax y atropina para evitar el pánico. Envueltos en trajes de neopreno, con máscaras y guiados por buzos, atravesaron pasajes que apenas permitían el paso de un cuerpo humano.
Ese mismo día, dos niños emergieron a la superficie. El 9, salieron seis más. Y el 10 de julio, el último grupo, junto a Chanthawong, vio la luz del día. La operación había terminado. Los trece fueron trasladados al hospital de Chiang Rai. Ninguno presentó infecciones graves. Y todos, sin excepción, rindieron homenaje a Kunan, el hombre que no dudó en dar su vida por ellos.
Las películas, series y documentales
Lo vivido en Tham Luang inspiró películas como Trece vidas, series de Netflix y documentales como La cueva. En 2019, once de los niños se ordenaron novicios budistas en honor a su rescatista. Su historia, narrada en múltiples idiomas, se convirtió en símbolo de esperanza y cooperación internacional.
Fueron 18 días bajo tierra, 18 días que detuvieron al mundo. Pero cuando emergieron, no solo salieron de la oscuridad: también alumbraron lo mejor del espíritu humano.