Toda sociedad se guía por instituciones, leyes y autoridades determinadas. Pero estas no son neutras; disponen de objetivos e intereses políticos, sociales, económicos y culturales.
Por lo general, la población, con tantas ocupaciones y premuras para sobrevivir, no se entera de las leyes y regulaciones sino cuando ya se han expedido y su obligatoriedad puede convertirse en parte de su actividad diaria.
Los cuerpos jurídicos no son, por lo general, preparados por una sola persona, sino por colectivos de relativa especialidad y que cumplen con las aspiraciones políticas del tipo de Estado y de Gobierno en el ejercicio del poder. En las dos últimas décadas hemos mirado cómo van modelando a la sociedad con reiteradas y auténticas “leyes exprés”, en base a mayorías legislativas que despachan una ley en cuestión de horas. No se socializa el contenido de las leyes; solo se hace propaganda de las supuestas bondades que le interesa transmitir al mandatario que busca consolidar su poder absoluto. La experiencia demuestra que derechos fundamentales son recortados y encubiertos en base a la publicidad intensiva y direccionada.
En estas semanas se están tramitando dos leyes que van a tener importantes repercusiones. La primera se denominó, en forma inicial, de manera pomposa y que no compatibilizaba con su contenido, como Proyecto de Ley Orgánica para Desarticular la Economía Criminal Vinculada al Conflicto Armado Interno, ahora rebautizado como Ley de Solidaridad Nacional, pero en la que se concentra un poder discrecional para el Ejecutivo (arts. 16, 17 y 18 del proyecto). Ni los reyes disponen de tanto poder acumulado.
El segundo proyecto, denominado Ley Orgánica de Inteligencia, puede abrir las puertas para que, si no está bien redactada y definida, se irrespete el art. 12 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que establece: “Nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de ataques a su honra y reputación. Toda persona tiene derecho a la protección de la ley contra tales injerencias o ataques”.
Nada impide que existan jueces que autoricen determinados operativos, si se supone que vivimos un régimen de derecho. No estamos bajo la ley de la selva, donde el poder no disponga de límites, ni control, ni fiscalización. No cabe confundir los derechos sociales, de ambientalistas y defensores del agua, por ejemplo, respecto a prácticas delictivas. En una ley tan delicada no caben ambigüedades. No resulta saludable que la fiscalización desaparezca o que se incineren informes. No puede admitirse una ley con capacidad de subordinación absoluta a toda la población. Deben haber regulaciones muy bien ponderadas, donde se diferencie con claridad el bien y el mal.