Las recientes expulsiones de legisladores por disentir del voto de sus bloques políticos no son nuevas, pero responden a un patrón que debe analizarse. Se castiga a quienes deciden actuar con conciencia, olvidando que la función de un asambleísta no es obedecer a un partido, sino representar a los ciudadanos que le dieron su confianza.
La Asamblea Nacional es un espacio donde deben primar el debate, la pluralidad y el criterio propio. No es un fortín político sino una representación de la diversidad y la multiculturalidad. La obediencia ciega a las directrices partidistas no solo empobrece la democracia, sino que la convierte en una caricatura donde la disciplina de bloque ahoga la representación real.
Es legítimo y necesario que un legislador se oponga a una propuesta que considera nociva para su provincia, su sector o su gente. Ese es, de hecho, el mandato principal que recibe al ser elegido. Defender intereses territoriales y ciudadanos no debería convertirse en motivo de sanción, sino en prueba de integridad política.
Para recuperar la credibilidad, las organizaciones políticas deben empezar por respetar el pensamiento individual. Votar con libertad no es una falta, es la esencia misma de la democracia.