Una nación es un organismo vivo, en constante evolución. Su creación es un proceso continuo, lleno de ciclos que se repiten constantemente.
Actualmente, nuestra nación atraviesa tiempos conflictivos. Sin embargo, la historia marca que esta oscuridad, por densa e invencible que parezca, está sujeta a la opresión del tiempo. Nada dura para siempre, y esta tiranía de seres violentos y voluntades autoritarias no será la excepción.
Aceptar esta dinámica no implica la resignación cobarde de una parálisis de brazos caídos, o mucho menos la imposición de una autocensura del pensamiento crítico y de la voz que lo expresa con rebeldía, aun —y especialmente— cuando las mayorías temporales lo abuchean con virulento fanatismo.
Así, en otra época, en otra nación, un hombre privilegiado por un intelecto ajeno a las cadenas del poder levantó la voz con dignidad, de frente a la muchedumbre bullosa que abarrotaba el foro.
Eran los primeros días de la guerra civil española. Aquel país experimentaba la engañosa algarabía del inicio del régimen fascista del dictador Franco. La fortaleza de las armas y la monumental propaganda oficial azotaban todo indicio de resistencia. Cualquier crítico del caudillo se transformaba en un enemigo del pueblo, en un antiespaña.
Así, el 12 de octubre de 1936, presidiendo un evento académico como rector de la Universidad de Salamanca, el escritor y filósofo español Miguel de Unamuno, empujado por las circunstancias y sin medir consecuencias, alzó su voz para incomodar al poder, pues, como el propio Unamuno decía, “A veces, quedarse callado equivale a mentir, porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia”. Y entonces, al ser interrumpido por el general franquista Millán-Astray, con la soberbia frase “¡Muerte a los intelectuales traidores!”, el valiente pensador lanzó una frase lapidaria cuyo eco resuena con especial potencia en tiempos de caudillos y fanáticos.
“Vencerán, porque tienen sobrada fuerza bruta. Pero no convencerán. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitarán algo que les falta: razón y derecho en la lucha”.
Franco condenó a Miguel de Unamuno a permanecer encerrado en su casa. Le retiraron todos sus títulos y cargos. Lo aplastaron con propaganda, le echaron al pueblo encima. El brutal asedio acabó con la resistencia de Unamuno, quien murió el 31 de diciembre de 1936.
Al pueblo ni se lo invoca ni se lo convoca a la ligera. Las multitudes, según la historia, marchan contigo un día y te hacen marchar al día siguiente, especialmente cuando escasean los recursos.