Jose Largacha
José Largacha
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Ciudad del ruido

Vivir en Portoviejo es como estar atrapado en una banda sonora constante, donde las bocinas, gritos, motores y alarmas son parte del diario vivir.

El ruido no descansa, ni de día ni de noche. A veces siento que el silencio tiene un precio muy alto; hasta se podría considerar un lujo del que fuimos despojados sin pedir permiso.

Las mañanas arrancan con el pito del carro de alguien impaciente, que cree que pitar hará que desaparezca el tráfico. Luego, por la noche, las motocicletas sin escape adecuado, los carros con parlantes adaptados, e incluso la música que ponen los vecinos, de lunes a domingo, hacen temblar las ventanas de las casas.

Y será que la gente dice: “¡Uno se acostumbra!”, pero ¿nos hemos puesto a pensar a qué precio?
Constantemente, esto afecta primero a los niños y personas con discapacidad, porque se despiertan asustados por el ruido de las bocinas, como si fueran discotecas móviles, que no les permite dormir tranquilos.

Es frustrante ver cómo el descanso de un niño depende de si algún desconocido decide o no respetar el derecho a la tranquilidad, en esta ciudad sin pausa, donde el silencio es un lujo y la calma, un recuerdo lejano.

A veces me pregunto en qué momento dejamos de respetar al otro. Porque esto no es solo un problema del ruido, claro que no; es un reflejo de la falta de empatía. Nadie piensa en el niño que intenta dormir, en el anciano, en la mujer que envía su niño a la escuela, en el vecino que tiene que levantarse temprano.

Celebrar es parte de la vida y todos tenemos derecho a disfrutar momentos especiales. Sin embargo, es importante hacerlo con responsabilidad y respeto hacia los demás.

Festejar no significa molestar a otras personas. Hay muchas formas de celebrar sin alterar la tranquilidad del vecindario. Respetar los horarios, controlar el volumen y pensar en el impacto que generamos es clave para una correcta convivencia.

Está bien celebrar, pero también es importante cuidar el entorno. La alegría no debe convertirse en una molestia para los demás.

Se me viene un recuerdo, cuando años atrás hubo una época donde la gente compraba silenciadores. Pero no pierdo la esperanza de que algo cambie. Que empecemos a respetar y a respetarnos, a bajar el volumen. Porque todos merecemos vivir en una ciudad más humanizada, más culta, más consciente, donde se pueda dormir de noche sin miedo a ser despertado bruscamente por el ruido.

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