En noviembre de 1975, en una sala cerrada de Santiago de Chile, las cúpulas militares de cinco dictaduras —Argentina, Bolivia, Chile, Paraguay y Uruguay— sellaron un pacto secreto que se extendería como un ala de sombra sobre América Latina: la Operación Cóndor. Detrás de los uniformes, del lenguaje de “seguridad nacional” y de la retórica anticomunista, se escondía un plan transnacional de secuestros, desapariciones, torturas y asesinatos.
Hoy, medio siglo más tarde, la cifra estremece: 50.000 muertos, 30.000 desaparecidos y más de 400.000 encarcelados. El costo humano de un operativo concebido para borrar a la izquierda latinoamericana. Las investigaciones también apuntan a Estados Unidos.
Documentos lo vinculan con apoyo económico, militar y técnico a través de la CIA, y algunas miradas lo señalan como el impulsor indirecto de la Operación Cóndor. En ese contexto, el entonces secretario de Estado Henry Kissinger aparece como figura clave en la estrategia que antecedió al golpe contra Salvador Allende en Chile. En plena Guerra Fría, Washington facilitó la articulación de los regímenes militares bajo el paraguas del anticomunismo.
Los papeles del horror de la Operación Condor
El paraguayo Martín Almada, abogado y educador, sobreviviente de tortura, fue quien en 1992 abrió la caja negra del Cóndor. En un depósito polvoriento, encontró centenares de documentos: fichas, informes, telegramas. Niños de once años catalogados como “terroristas”, listas negras de sindicalistas, periodistas y maestros perseguidos. Aquellos “Archivos del Terror” pusieron negro sobre blanco lo que las víctimas ya sabían en carne propia.
“Fue un genocidio burocratizado”, recuerda el escritor francés Pablo Daniel Magee, quien dedicó siete años a reconstruir la vida de Almada en *La pluma del Cóndor*, publicada en 2025, poco después de la muerte del defensor de derechos humanos. La obra se sumerge en la infancia de Almada, en su paso por las cárceles del régimen de Alfredo Stroessner y en su obstinada cruzada por sacar a la luz el plan que pretendía borrar la disidencia del mapa latinoamericano.
Justicia a medias
Las historias de impunidad siguen marcando la región. El caso del médico opositor Agustín Goburú, secuestrado en Argentina y desaparecido en Paraguay, es apenas un ejemplo. Aunque la Corte Interamericana condenó al Estado paraguayo en 2006, hasta hoy ningún responsable ha purgado condena.
En contraste, Argentina logró sentar un precedente: en 2016, catorce exmilitares y agentes fueron condenados por su participación en la red represiva. “Allí, al menos, el Cóndor ha comenzado a ser juzgado”, apunta María Estela Cáceres, viuda de Almada y directora del Museo de la Memoria en Asunción. Desde las paredes del edificio que alguna vez fue cuartel de inteligencia, ella insiste en mantener vivo el reclamo: “La memoria no es venganza, es justicia”.
El cóndor que sigue volando
El documental “De la guerra fría a la guerra verde”, de la cineasta Anna Recalde Miranda, ofrece un eco inquietante: “El cóndor sigue volando”. La frase alude a nuevas formas de represión, ahora contra líderes campesinos e indígenas que defienden la tierra frente al avance de agronegocios y megaproyectos extractivistas. La sombra del pacto militar parece haber mutado, pero no desaparecido.
Cincuenta años después de aquel pacto sellado en secreto, las víctimas del Cóndor aún esperan respuestas. Los archivos siguen siendo un faro, pero también un recordatorio de cuánto queda pendiente. En el mapa latinoamericano, las cicatrices de esa coordinación represiva todavía marcan a generaciones enteras.Hoy, su aniversario no es una efeméride más, sino un llamado a no olvidar que la memoria sigue siendo la única frontera contra la impunidad.