Ilusión rota en María Teresa

Dos personas, en el recinto María Teresa, de Crucita, cuentan cómo los contratistas que llegaron a nombre del Estado dejaron sus casas a medios construir.
DAmnificados del terremoto en Crucita
Damnificados del terremoto miran el lugar donde debieron reconstruir sus casas
DAmnificados del terremoto en Crucita
Damnificados del terremoto miran el lugar donde debieron reconstruir sus casas

José Leonardo García

Redacción ED.

José Leonardo García

Redacción ED.

Nació en Portoviejo en 1969. Graduado en Comunicación y máster en Redes Sociales por la Universid... Ver más

Descalzo y con machete en mano, Bolívar Lucas avanza por un estrecho camino de tierra convertido en lodazal por las recientes lluvias, en la comunidad María Teresa, de Las Gilces de Crucita. Es uno de los damnificados del terremoto. Va hacia el terreno en el que, sueña, algún día tendrá una casa nueva.

En el predio se ve muy poco: maleza y ocho estructuras de dos metros de alto, de hierro oxidado, semicamufladas por enredaderas silvestres.

Bolívar vivió en ese mismo sitio, en una casa de caña guadua, hasta el 16 de abril de 2016. Ese día, un terremoto de 7,8 grados de magnitud dejó inhabitable la vivienda. Por las condiciones en la que quedó, tuvo que ser demolida.

Después, le recomendaron a Bolívar que obtuviera el documento de propiedad del predio para que el Estado le construyera una nueva casa. Ideal para una persona como él, que vive sola y que enfrenta una condición de salud incapacitante. El hombre hizo la gestión, consiguió las escrituras del terreno, que es parte de una herencia, y las entregó.

 

 

Cuando el contratista llegó con el hierro, la piedra, la arena y otros materiales de construcción, Bolívar se sintió contento. Su nueva vivienda sería de ladrillos y él tendría una mejor condición para vivir.

En la misma situación estaba su pariente Gladys Aragundi, una mujer de cuerpo menudo, pero de manos fuertes, forjadas en el duro trabajo de la agricultura. Se la ve acompañada por su fiel machete, que es su herramienta de trabajo en el campo y su arma de defensa por si algún animal peligroso se atraviesa en su camino.

La historia es similar: su casa se destruyó, llegaron a demolerla y le prometieron construir una nueva, de ladrillos, al lado de la que tendría Bolívar.

Ambos, ilusionados, miraban cómo el contratista levantaba las estructuras de hierro para formar las columnas de hormigón, ocho por cada inmueble. Los obreros trabajaban cumplidos, sin retraso, hasta que un día dejaron de ir. Bolívar y Gladys no volvieron a saber más del ingeniero que les había contratado el Estado ni de los trabajadores. Pasaron a engrosar la lista de los damnificados del terremoto.

Al año siguiente, una lluvia fuerte hizo que el caudal del río subiera más de lo normal. El agua llegó hasta los predios de Gladys y Bolívar y arrastró la arena, el ripio y parte de la piedra que habían dejado para la obra.

Han pasado seis años y lo que queda son dieciséis columnas oxidadas, cubiertas de maleza, unos montones de piedra a los que las hierbas y la tierra han invisibilizado, y la inmarcesible esperanza de que el Estado retome la construcción de las casas.

Frente al abandono, ni Bolívar ni Gladys se quedaron de brazos cruzados. Empezaron a gestionar ante el Ministerio de Desarrollo Urbano y Vivienda (Miduvi). De sus pocos recursos sacaron dinero para viajar algunas veces a Portoviejo hasta que, creen, los funcionarios parecieron haberse cansado de ellos.

Según Bolívar, un ingeniero le dijo que su casa está reportada con un 70 por ciento de avance de obra; a Gladys una funcionaria le respondió que agradeciera que por lo menos dejaron las columnas porque la casa anterior era de caña y para estas no había incentivos.

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