En los últimos años, el concepto de discapacidad ha sido objeto de intensos debates, no solo en el ámbito sanitario y social, sino también en el político.
Mientras algunos sectores abogan por una visión más inclusiva y flexible —a menudo influenciada por ideologías o intereses partidistas—, otros insisten en que la evaluación de la discapacidad debe basarse exclusivamente en criterios médicos y científicos. Este último enfoque no solo garantiza objetividad, sino que protege los derechos de las personas con discapacidad al evitar su instrumentalización política.
La discapacidad, por definición, implica limitaciones físicas, sensoriales, intelectuales o psíquicas que afectan la autonomía y calidad de vida de una persona. Su diagnóstico y grado deben ser determinados por profesionales de la salud —médicos, psicólogos, fisioterapeutas—, mediante pruebas estandarizadas y evidencias clínicas. Introducir criterios políticos o subjetivos en este proceso distorsiona su naturaleza y generaría dos problemas graves:
Uno de ellos es el sobrediagnóstico o infradiagnóstico: si factores ideológicos (como cuotas de inclusión o recortes presupuestarios) influyen en la evaluación, con el riesgo de que personas sin discapacidad reciban beneficios injustificados o quienes realmente las necesitan queden excluidas.
El otro problema es la erosión de la credibilidad: un sistema politizado abre la puerta a fraudes y desconfianza social, perjudicando a quienes dependen de ayudas legítimas.
En Ecuador, “funcionarios públicos y asambleístas” “han obtenido este documento a la carta”, en muchos casos sin justificación médica real. Se ha denunciado que algunos lo usaron únicamente para “importar vehículos libres de impuestos”, un privilegio que, tras el escándalo, supuestamente les fue retirado. Pero la pregunta es: ¿quién ordena para manipular el sistema mientras quienes realmente sufren no son tomados en cuenta y los informes caducan?
Mientras el mundo avanza hacia una visión más integral de la salud y los derechos humanos, nuestro país sigue anclado en normativas que “excluyen a miles de personas con enfermedades crónicas e invisibles”, como la fibromialgia, la esclerosis múltiple o el síndrome de fatiga crónica. Esta falta de reconocimiento no solo es una omisión legal, sino un “acto de discriminación institucionalizado”.
La Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (ONU, 2006) exige adaptar la sociedad a sus necesidades y, a quienes califican la discapacidad, ser más humanos.