Porfirio Rubirosa no fue un hombre común. Dominicano de nacimiento, ciudadano del mundo por vocación fue diplomático, jugador de polo, piloto de aviones, corredor de autos, esposo de millonarias y amante de actrices. Pero su mayor talento no fue ninguno de esos oficios —fue el arte de la seducción. Una seducción que iba más allá del deseo: era política, estratégica, casi hipnótica.
Nació en 1909 en una familia de clase media, hijo de un militar convertido en diplomático. Aquella infancia marcada por los bulevares de París, las recepciones diplomáticas y el idioma francés fue su primer entrenamiento en el juego de la alta sociedad. Años después, ya de regreso a República Dominicana, ingresó al ejército y, con apenas 20 años, no solo se ganó la confianza del dictador Rafael Leónidas Trujillo, sino también la mano de su hija, Flor de Oro. Así comenzó su ascenso.
El arma más refinada de una dictadura
Rubirosa se convirtió en la cara amable del régimen más sangriento del Caribe. Era lo que Trujillo no podía ser: elegante, encantador, bien hablado y, sobre todo, bien recibido en cualquier mesa de poder. “Podía estrechar la mano de un rey y luego acostarse con la reina”, diría años después su biógrafo, Shawn Levy.
Fue embajador en ciudades clave del mundo durante décadas convulsas: Berlín, Roma, París, Buenos Aires, La Habana. Estuvo cerca de los fuegos del poder sin quemarse. Cinco matrimonios —dos con algunas de las mujeres más ricas del planeta— y una lista interminable de amantes. Entre ellas, actrices como Danielle Darrieux, Odile Rodin y Zsa Zsa Gabor. Las multimillonarias Doris Duke y Bárbara Hutton no solo le ofrecieron amor, sino también cheques: se calcula que Hutton le dejó cerca de 11 millones de dólares tras su breve matrimonio.
Porfirio Rubirosa y su encendedor
Pero Rubirosa no era un hombre que se jactara de sus conquistas. Nunca habló de mujeres en público. Eran ellas las que hablaban de él. De su mirada intensa, de su cortesía minuciosa, de su legendario encendedor Dupont, que aparecía más rápido que una cerilla. Ninguna mujer encendía el cigarrillo si Rubirosa estaba cerca. Siempre atento. Siempre elegante.
En 1946 fue víctima de un atentado, pero supuestamente no fue por sus conexiones políticas, sino por las de su esposa en ese entonces, la actriz Danielle Darrieux, que era una aparente simpatizante del nazismo. Rubirosa recibió tres disparos al intentar proteger a su esposa en una balacera en París.
Esos días en París
No tenía hijos, probablemente porque era estéril. Pero dejó una huella que trasciende generaciones. Lo admiraban hombres como el diseñador de la moda Oleg Cassini y lo deseaban mujeres como Zsa Zsa Gabor. Era un símbolo de un mundo que ya no existe: el de las fiestas infinitas, los clubes privados, los Ferraris al amanecer y las camas de hotel de sábanas finas.
Murió en 1965, estrellado contra un árbol en París, al volante de su Ferrari, en estado de ebriedad. Tenía 56 años. Así terminó la vida del hombre que, por décadas, se movió entre la realeza, el jet set y los laberintos del poder como si el mundo fuera su salón privado. Rubirosa no fue solo un playboy. Fue un fenómeno social, un reflejo de un siglo donde su encanto abría todas las puertas.