Una nueva masacre en la cárcel de Machala evidencia la urgencia de emprender reformas profundas en el sistema penitenciario. La violencia en estos recintos refleja el deterioro institucional y la debilidad de los controles que deberían garantizar seguridad.
A pesar de la declaración de conflicto armado interno y de la militarización, las cárceles se mantienen como centros inseguros. Allí, los reclusos continúan accediendo a armas, teléfonos celulares y drogas, lo que les permite sostener economías ilegales y estructuras criminales.
Los operativos policiales revelan con frecuencia decomisos de objetos prohibidos, pero la magnitud de lo incautado confirma la ineficacia de los mecanismos de control. Desde los mismos pabellones se ordenan asesinatos, secuestros y extorsiones que golpean a la sociedad entera.
La situación expone una preocupante paradoja: si el Estado no logra contener a quienes están privados de libertad, mucho menos podrá frenar a las bandas que actúan con plena movilidad en las calles.
Las cárceles deben dejar de ser centros de operación criminal y para ello es indispensable introducir cambios estructurales en su administración, fortalecer la seguridad y garantizar un manejo integral que limite el poder de las mafias.