Hace pocos días, me encontré con un libro de Albert Camus, llamado El extranjero.
Sus primeras líneas son, quizá, de las más impactantes de la literatura universal. Así inicia: “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer”.
Meursault, el protagonista de la obra, recibe la triste noticia con una extraña apatía. Quizá es esa indolencia la que provoca el unánime desconcierto de los lectores. La lectura se da con facilidad, gracias a la genial simpleza con la que escribe Camus, sin que por esto su obra carezca de una notable profundidad reflexiva.
Aunque en 1938 Albert Camus ya había escrito el legendario inicio de El extranjero, este parecería recrear una realidad actual, de hijos cautivos del frenesí laboral, de un entorno extremadamente competitivo que demanda la completa dedicación de estos seres alienados y súper modernos. “Pedí dos días de licencia a mi patrón y no pudo negármelos ante una excusa semejante (…) Por ahora, es un poco como si mamá no estuviera muerta. Después del entierro, por el contrario, será un asunto archivado y todo habrá adquirido un aspecto más oficial”. Razona Meursault, más consternado por su licencia laboral que por la tragedia misma. ¿Será que así sentimos ahora?
La tecnología ha reemplazado los abrazos, los likes sustituyen los te amos, y las videollamadas consuelan las ausencias. El rendimiento y los resultados mensuales calientan las cuentas bancarias, mientras el ego congela las almas de estos seres banalizados. El hombre moderno va perdiendo su identidad familiar, su vínculo esencial con la máter. Tristemente, este domingo veremos deambulando por redes sociales miles de escenas creadas por inteligencia artificial, posts cargados de fotos antiguas. Un escenario montado para la ocasión por personas que, seguramente, son empleados de alguien, y que parecen hijos de nadie.
No escribo para ellos, seguro no me leerán. Escribo para todos los que se resisten a la superficialidad del modernismo. Para los hijos que aún disfrutan y atesoran la inigualable compañía de sus madres. Escribo para quienes, desafortunadamente, se reunirán con sus mamás en los cementerios, en el recuerdo imborrable, en la nostalgia de su ausencia. Y, especialmente, escribo estas líneas para todas las madres que me leen, sentadas en el sillón junto a la ventana, esperando pacientemente una visita que, tristemente, no llegará. Para ellas van mis felicitaciones. Feliz Día de las Madres.