Columnista El Diario
Alejandra Cantos Molina
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Fayoya

Siempre sentado frente a un absurdo amasijo de papeles, papelitos, apuntes, notas, periódicos, leyes, en un escritorio donde apenas cabían sus manos grandes y dedos largos que parecían de otra persona.

Mirada confiada, inquisidora, listo para contar la última información confiable que no podía resistir a su intuición; de carácter afable, consejo acertado, abrazo oportuno, gran amigo. Ese era Fayoya, que ahora se ha ido.

Gentil hasta el detalle. Lo sabía todo. Conocía todo. Generoso hasta el cansancio. La última vez lo acompañaban dos perros a los que también les hablaba, y a ratos llegaba el extravío porque había un diálogo múltiple; él nunca estaba quieto.

Perder a seres amados es cruel con los sentimientos que afloran para reclamarle a la vida y negar la muerte. Esto de irse, sin embargo, es solo para los que se olvidan, porque mientras los pensamientos hagan su conjuro y revuelvan nostalgias, todos volvemos a estar juntos. Entonces los amigos no se van, ¡no!

Hombre de derecho, litigante, abogado de soluciones conciliadoras y exactas. Ahí era donde mejor estaba. Ese era Fayoya, o como decía mi padre: “el amigo al que siempre se escucha, tenga o no razón”.

A veces disperso, desordenado, agradable. Me dicen que fue bailador en sus buenos tiempos. Lo imagino queriéndole ganar a un pasodoble, y en verdad puede que así fuera. Intercambiamos temas profundos de los que aprendí, libros y esas referidas notitas en las que me habría perdido a no ser por su buena memoria.

Me unía a él, a su esposa e hija, la amistad respetuosa a la que llegué por otros buenos amigos. Los abrazo a todos, y desde este sabor amargo que se aloja en el vacío, mi respeto por su dolor, con el que se aprende a vivir más allá de la desolación inexplicable de la ausencia definitiva.

En ocasiones no le permitimos al tiempo ese diálogo necesario con la vida porque creemos que todo está bien. Recuerdo su rostro de la última vez y me parece que eso expresaba. Así era él: despreocupado, descomplicado. Es entonces cuando tiene más sentido aquello de que, a los amigos, se los quiere amigos, no seres perfectos.

Ya no nos veremos. No hubo despedida porque nunca se piensa en ella. Y eso es de lo que carecemos los humanos imperfectos. Gracias, entonces, a esa perfecta imperfección, Fayoya.

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