Cuando un amigo muere, con él se acaba también parte de nuestra historia. Porque, de hecho, y, es invariable, que con cada uno de ellos tenemos particulares motivaciones, hechos, secretos, que aun, perteneciendo a un mismo grupo determinado, tal o cual episodio solo ha sido vivido de manera particular con uno de ellos.
Para mí (y que me gusta, a viva voz despedirme de mis amigos que mueren y me son queridos), es más fácil hablar que escribir; porque después de todo, la palabra es humo; y si conmueven, en buena hora, aunque no sea este el fin de mi oratoria, como no sea recordar sus excelencias, cómo bien lo hizo el poeta español Jorge Manrique en el siglo XV en homenaje a su progenitor.
Hoy escribo por Edison Cevallos, el Fayoya de las largas conversaciones de la linda y sana juventud, cuando, vecinos como éramos, hablábamos generalmente de las chicas que habían puesto música en el corazón o lo habían destrozado. Y también de esas horas interminables de estudios, porque nos graduamos de bachilleres en el Colegio Nacional Olmedo. Fayoya era inquieto, andariego. No había paseo organizado por los colegios de la ciudad que él no estuviera presente. Recuerdo, por ejemplo, un accidente que ocurrió hace muchos años en El Pechiche de la parroquia Riochico, en el que falleció un estudiante del colegio Cristo Rey, llamado Wellington Castro; y, en el que, al amigo de mi referencia no le pasó absolutamente nada. Y contaban determinados compañeros de la tragedia que el amigo quería seguir a las paseadoras, ante la angustia de doña Edilma, su mamá, que enterada del accidente, envió a su hermano mayor Landy (+) a rescatarlo.
Para entonces la ciudad empezaba a ser bulliciosa. Los bailes de entonces se daban obligatoriamente en El Recreo de don Miguel Ángel Cevallos y, Fayoya, sensible a la música era también buen bailarín, siempre con los acordes de la inolvidable orquesta Blacio Jr…
Después llegó el momento de ir a la universidad. En ese tramo como que perdí su pista, porque no recuerdo pasajes de esa instancia, pese a que seguíamos siendo vecinos. Se hizo abogado y empezó a dejar su huella luminosa en ese haber maravilloso de su profesión. Años más tarde, busqué sus servicios profesionales, porque yo, abogado también, pero dedicado al Banco Nacional de Fomento, había perdido el hilo formal de aquel trámite, y volvimos a la amistad y confianza de siempre. Escribía en El Diario; fue abogado de los medios Ediasa, donde, sé, dejó la huella de su prestancia y sabiduría. Y, bueno, ya sabemos, que, al menos El Diario, es la voz oficial de nuestra provincia.
Pero, hoy día este amigo no pudo con su vida, y yace muerto en el silencio de la eternidad. Yace muerto en la algarabía de su transitar inequívoco de la razón, que siempre él la tuvo. Porque no hay mayor certeza que la de morir sabiendo que será inolvidable…