Una cosa es ser simpatizante, otra aficionado y otra fanático.
La mayoría de las personas somos simpatizantes de los deportes, pero, así mismo, muchos no tenemos afición alguna y mucho menos fanatismo. Por eso, sin dudas, personalmente no comparto que dentro del deporte existan extremos pasionales que llevan a daños morales, espirituales y también físicos, alterando ostensiblemente la vida de quienes resultan afectados.
Quizá por ello no he comprendido al jugador que, cuando realiza jugadas que terminan en gol, se despoja de su camiseta para agitarla como banderola, olvidando que es su distintivo, su bandera, su orgullo, para suplantarla con imágenes, fotos u otro artificio. La actitud se presenta como grosera e irrespetuosa para su equipo, club o país —según sea el caso— representado en la camiseta que viste.
Y tampoco comparto el irrespeto a los jugadores que dan todo en la cancha, al satanizárselos por errores que, por las circunstancias del momento, cometen. No hay afición cuando se los transforma vertiginosamente de héroes a villanos: raya al fanatismo. Sin restar el derecho a la expresión, sería atractivo ver a los críticos acérrimos qué harían en la cancha, jugando o dirigiendo un partido. Facilísimo es criticar; pero, para presumir y, mucho más, para envenenar, primero hay que ser como el cucharón, que sí sabe cuál es el calor dentro de la olla. Se puede suponer como opinión particular, pero no aseverar y menos sentenciar basado en elucubraciones. Más cuando las críticas pecan de malsanas, egocentristas, yoístas, de figuración.
La euforia del hincha facilita el surgimiento de fogosidades, muchas justificables que se confunden con las que no son. La madre, ese ser que todos amamos intensamente y estamos dispuestos hasta el sacrificio por defenderla, es la primera denostada y manejada injuriosamente. Es peyorativo momentáneo, pero sostener las injurias como decálogo para salir de las iras ya es enfermizo.
Que viva el deporte, pero que sea eso: deporte, no herramienta para la difamación, descalificación ni ofensas que, en varias ocasiones, han impulsado agresiones a deportistas y sus familias. Aquello afecta a la misma sociedad. Recordemos las sanciones que han sufrido nuestros equipos y escenarios deportivos.
Sin embargo, y aunque pareciera contradictorio, hay situaciones en las que, por razones impolutas, sí deberíamos ser fanáticos: cuando estas se relacionan a la defensa de la patria amplia llamada Ecuador, de la cercana que es Manabí y de nuestras cunas cantonales. Un fanatismo razonadamente dirigido hacia nuestro progresivo desarrollo.