Una nieta le escribe una carta a su abuelo y, con la dulzura de quien ama y la claridad de quien sabe, le cuenta que el mar está cambiando. Que la tierra que pisaron juntos podría no estar allí en unas décadas. Que la ciencia ha hablado, pero también que aún hay esperanza.
Silvana Delgado Andrade no es solo una nieta preocupada. Es física, astrónoma y testigo directa de una realidad climática que golpea con fuerza la costa ecuatoriana. Su carta a César Aurelio, su abuelo, es un testimonio íntimo y poderoso, que mezcla el afecto familiar con la urgencia científica. A través de sus palabras se dibuja el retrato de una Manabí en riesgo, pero también de una sociedad que aún puede reaccionar.
“El aumento de la temperatura, tanto en el mar como en la tierra, está generando impactos visibles y proyecta desafíos mayores para las próximas décadas”, le escribe Silvana. Y esos impactos ya son visibles. En playas como Piedra Larga, La Tiñosa, Crucita o El Matal, la erosión no es teoría: es arena que desaparece. Hay casas que retroceden, pescadores que pierden espacio y turistas que ya no encuentran la misma postal. Es el mar que avanza, lentamente pero sin pausa.
El aumento de la temperatura en el mar
Según datos citados por Delgado, Ecuador enfrenta un aumento de temperatura proyectado de hasta 4,4 °C hacia finales del siglo XXI. Ese número, en apariencia técnico, se traduce en realidades duras: expansión térmica del océano, derretimiento de glaciares y aumento del nivel del mar. En palabras simples: ciudades enteras como Guayaquil podrían estar permanentemente bajo el agua si no cambiamos el rumbo.
Manabí no es una excepción. Al contrario, es una de las provincias más vulnerables. De acuerdo con la organización Climate Central, zonas significativas del perfil costero manabita podrían desaparecer para 2050. Las comunidades que viven del turismo, de la pesca, del mar como sustento y como identidad, están en primera línea del impacto.
Pero la carta de Silvana no se queda en el diagnóstico. “¿Qué podemos hacer nosotros?”, pregunta, y ofrece respuestas concretas: Participar en programas de reforestación y conservación de manglares. Fomentar prácticas agrícolas y pesqueras sostenibles. Educar a las comunidades sobre los riesgos del cambio climático y las medidas de adaptación.
La protección de los ecosistemas
Una de las luces en medio del panorama sombrío es el proyecto “Manglares para el Clima”, aprobado en 2024. Con una inversión de $36,4 millones, esta iniciativa busca restaurar y proteger ecosistemas clave para la zona costera de Ecuador. Porque los manglares son aliados silenciosos contra el avance del mar y el cambio climático.
La carta también traza dos futuros posibles: uno optimista, donde la humanidad actúa, limita el calentamiento a 1,5–2 °C y empieza a ver una estabilización del clima; y otro pesimista, donde las emisiones siguen aumentando y los escenarios se tornan irreversibles. El tiempo para decidir entre uno y otro se mide en años, no en siglos.
“Sí, es posible desacelerar el aumento de temperatura, pero requiere decisiones urgentes y sostenidas en esta década”, advierte la autora. Y en la voz de esta joven científica se escucha también el eco de muchas otras: las de jóvenes, campesinos, pescadores, abuelos y nietos que aman la tierra donde nacieron y no quieren verla desaparecer.
Porque esta no es solo una carta para un abuelo. Es una crónica escrita al país desde el corazón y la ciencia. Es el llamado de una generación que no se resigna, que aún cree que es posible cambiar el curso del mar.
El último párrafo de la carta dice: “Abuelo, entiendo tu preocupación y comparto tu inquietud. Es esencial que trabajemos juntos, desde nuestras comunidades, para enfrentar estos desafíos y proteger nuestro entorno para las futuras generaciones”.
Con cariño y compromiso,
Silvana Delgado Andrade