Cada vez que empieza a llover fuerte en Manabí, lo primero que pensamos no es en cosechas ni en agua para las reservas, sino en si esta vez nos vamos a inundar de nuevo.
Así de torcido está el panorama. Este año, las lluvias de los primeros tres meses se salieron de toda lógica: llovió más de lo normal y con más fuerza. Resultado: ríos desbordados, casas bajo el agua, y miles de familias pasándola mal, mientras los gobiernos locales apenas reaccionan.
En Manta se inundaron barrios y hasta salió el río llenando de lodo y aguas residuales a casi una docena de barrios. Nos falta agua, pero en el invierno escasea más porque la empresa pública que nos abastece repite los mismos argumentos de todos los años.
El problema de fondo no es solo la lluvia. Es lo que hemos hecho —y lo que no hemos hecho— con el suelo que nos sostiene. Donde antes había árboles, ahora hay urbanizaciones improvisadas, montes pelados, y terrenos vulnerables que se vienen abajo con cada temporal. Y aunque es cierto que la humedad podría aprovecharse para reforestar, eso no va a servir de nada si se vuelve a repetir el error de siempre, sembrar para la foto y luego olvidarse.
Plantan árboles sin pensar en quién los cuidará. Gastan plata en proyectos verdes que luego terminan secos, abandonados y sin ningún impacto real. Reforestar no es sembrar y perderse; es comprometerse, seguir el proceso, garantizar que cada árbol crezca y cumpla su función de proteger el suelo y regular el agua. Lo contrario es botar la plata del pueblo.
Tampoco se puede hablar de prevención si los municipios siguen permitiendo construcciones en zonas de riesgo. Hay barrios enteros levantados en quebradas, riberas y pendientes inestables, de lo cual Manta y Portoviejo son ejemplos. Luego, cuando vienen los deslizamientos o las inundaciones, aparecen las autoridades hablando de emergencia, como si no supieran lo que iba a pasar. Pero sí lo saben y no hacen nada.
Más de 74.000 personas afectadas este año deberían ser una señal de alarma. No solo por las pérdidas materiales, sino porque revela un Estado que sigue sin entender que la planificación no es un lujo sino una obligación. No podemos seguir dejando todo a la buena de Dios. Tiene que haber un control serio sobre el crecimiento urbano, un manejo del territorio que priorice la seguridad de las familias y una política de reforestación real, no decorativa.
Que no nos tape el agua, ni el desgano de nuestros funcionarios.