Manabí vive días oscuros debido a que la violencia, antes esporádica y asociada a conflictos puntuales, se ha convertido en parte del paisaje cotidiano. Asesinatos a plena luz del día, extorsiones, desapariciones, balaceras, amenazas a comerciantes y ataques contra viviendas ya no sorprenden a nadie. Lo alarmante es que esta sensación de asedio no se limita a Manta o Portoviejo, sino que se extiende por toda la provincia, y por todo el país.
El miedo va ganando terreno y ha paralizado nuestra capacidad de reacción.
El Gobierno ha respondido como lo ha hecho en otros momentos y otras provincias: con intervención militar y operativos policiales. Soldados patrullando calles, operativos en carreteras y redadas masivas se anuncian casi a diario, pero los resultados son, en el mejor de los casos, temporales. La criminalidad organizada, enraizada y con tentáculos que alcanzan instituciones, barrios y hasta comunidades enteras, no se desarma con despliegues de la fuerza pública que parecen más escenografía que estrategia.
La intervención de las fuerzas del orden puede contener la violencia momentáneamente, pero no ataca sus causas profundas. Mientras haya desempleo, pobreza, falta de oportunidades y corrupción institucional, el crimen organizado encontrará dónde crecer. En Manabí, donde el Estado ha sido históricamente débil, estas condiciones son terreno fértil. La narcoeconomía, con su flujo de dinero, recluta con más eficacia que cualquier política pública.
Es hora de entender que la seguridad no se garantiza solo con armas y uniformes. Se necesita un plan integral y sostenido que incluya inversión social, inteligencia policial real, depuración institucional, justicia funcional y presencia estatal constante, no intermitente. El Estado no puede aparecer solo cuando hay balas; debe estar siempre, con escuelas que funcionen, centros de salud dignos, programas de empleo y espacios para los jóvenes.
Manabí no puede seguir siendo campo de batalla de una guerra que no pidió, ni debe resignarse a la repetida historia del “daño colateral” o de que “en todas partes está igual”. Esa resignación es el primer paso hacia el colapso. Si algo debe quedar claro es que los manabitas merecemos vivir sin miedo, y que los gobiernos —este y los que vengan— están obligados a dar respuestas más allá de la fuerza.