El alba hace su aparición, los primigenios rayos del sol calientan y alumbran el éter, estoy en mi alcoba desperezándome, en la cocina escucho un alegre tararear, es mamá que ya está preparando el desayuno familiar.
Mientras lo prepara, simultáneamente arregla los uniformes, las mochilas y el lunch de la prole que se va a estudiar. A media mañana lava la ropa sucia, zurce los vestuarios descosidos, arregla los ajuares, atiende a los proveedores domésticos y, entre todos estos quehaceres, ya tiene listo el almuerzo familiar para degustarlo amena y suculentamente junto a los suyos.
Mamá fue la primera maestra nuestra, con una paciencia admirable y fe destacable, entregó toda su sapiencia, su sabiduría, revestida de amor y comprensión en la enseñanza de sus hijos. Toda esa excelsa savia de experiencias adquiridas en tu trajinar vivencial te aquilatan y purifican como madre, maestra y esposa. Dios te glorifique, mi progenitora, por esa entrega tierna y afectiva que abrió mis ojos a la ciencia y al saber y enrumbaron mis pasos al desarrollo y bienestar personal. Cómo olvidar a la primera evangelizadora que el Divino Creador nos entregó. Mamá nos enseñó a orar por los bienes y dones terrenales recibidos y a perdonar los agravios y ofensas infringidos en contra nuestra. La evoco vivamente cuando el repiquetear de la campana llamaba a la misa y ella asistía. En tiempos de carestías, ella arreglaba la economía del hogar con un talante envidiable. Mágica, maravillosa para atender satisfactoriamente a los suyos. Hiciste de la oración sacramental tu mejor refuerzo para enjugar las penas y aliviar el alma. Mamá era la mejor chef de todas, sazonaba ricos platillos y aperitivos gastronómicos. Era doctora, enfermera, sobadora. Cuando uno de sus hijos enfermaba, su angustia la desvelaba junto al lecho del paciente, con cuidados cariñosos hasta que se sanara totalmente.
Siempre se levantaba de la cama al amanecer y era la última en acostarse al anochecer.
Un doloroso día, el Dios de la vida la llamó a morar en la patria celestial. Mamá ya no nos acompaña, todo es diferente, nada es similar sin ella. Falta esa fuerza generadora que centrifugaba generosamente las labores y oficios del hogar. Ahora, íngrimos, afligidos, evocamos todos esos inolvidables tiempos que con Anita Celinda disfrutamos. Como panacea apaciguadora para las dolencias y saudades que nos desconsuelan, visitamos frecuentemente tu sepulcro, silente morada que te abraza y cobija, y ante él desparramamos tus vastos recuerdos y toda la tristeza de saberte allí yerta. Venerables sean todas las mamitas vivientes. Benditas eternamente serán las madrecitas ausentes. Feliz día a las madres del mundo. Amén.