En las calles del país hay una guerra silenciosa. No se libra con armas ni ejércitos, sino con bocinas, imprudencias y cuerpos en el pavimento.
Cada día, cientos de motociclistas, peatones y conductores se juegan la vida porque en Ecuador la educación vial sigue siendo una materia pendiente, una de esas asignaturas que todos deberían aprobar, pero que nadie enseña ni exige con seriedad.
Las cifras de accidentes de tránsito son el reflejo de esa realidad: detrás de cada número hay una familia rota, un niño huérfano, una silla vacía en la mesa. Pero mientras los informes se acumulan y los discursos oficiales repiten palabras gastadas como “conciencia” y “prevención”, en las calles reina el caos. No se trata solo de falta de señalización o de baches en las vías; el verdadero problema está en la cabeza y en el corazón de quienes manejan como si la vida fuera un videojuego y las calles un campo de batalla donde gana el más rápido, el más atrevido o el que toca más fuerte la bocina.
Las motocicletas, en particular, se han convertido en protagonistas de esta tragedia cotidiana. En muchas ciudades, son la opción más barata y rápida para ir al trabajo, repartir productos o simplemente moverse. Pero la falta de capacitación, el exceso de confianza y la poca fiscalización han hecho que cada esquina se convierta en un riesgo. Conductores sin casco, sin licencia o sin noción mínima de las reglas de tránsito circulan a diario entre autos, buses y peatones, desafiando el sentido común y las leyes. Lo peor es que esta irresponsabilidad ya se ha normalizado: la gente lo ve, lo sufre, lo comenta, pero nadie actúa.
La educación vial debería empezar desde la escuela, no como un relleno en las clases de cívica, sino como una verdadera formación para la vida. Enseñar a respetar un semáforo, a cruzar una calle, a usar un casco o a no manejar bajo efectos del alcohol es tan importante como enseñar a sumar o leer. Sin embargo, el sistema educativo apenas menciona el tema y los gobiernos locales, que deberían liderar campañas sostenidas, se conforman con operativos esporádicos o multas simbólicas que no cambian conductas.
El respeto en las vías es una forma de respeto a la vida. No se puede pedir orden si los propios conductores no entienden que manejar es un acto de responsabilidad compartida. No se puede hablar de progreso mientras sigan muriendo jóvenes en motos sin frenos, sin luces y sin miedo. Hace falta más que normas: hace falta cultura, coherencia y ejemplo.
Las autoridades deben dejar de mirar las estadísticas como simples números y entender que detrás de cada accidente hay una tragedia que pudo evitarse con educación, control y voluntad. Y los ciudadanos, por su parte, deben reconocer que la calle no es propiedad privada ni pista de carreras. La convivencia vial exige empatía, prudencia y sentido común.
Si la educación vial se tomara en serio, muchos semáforos no necesitarían estar vigilados, muchas ambulancias no sonarían tan seguido y muchas familias no llorarían a sus muertos. Educar para respetar las normas del tránsito no es un lujo ni una moda, es una urgencia nacional. Porque mientras se siga manejando sin respeto, Ecuador seguirá perdiendo vidas que nunca debieron perderse.