Últimamente se ha hablado mucho del alza en el precio de los combustibles. Para muchos es injusto, para otros justos.
El Gobierno dice que es necesario, que es una medida para sincerar los costos, y en parte tiene razón. No podemos vivir siempre con precios subsidiados que no reflejan la realidad. Pero si vamos a hablar de sinceramiento, hagámoslo completo, no a medias.
Porque mientras sube la gasolina, los precios de los vehículos siguen por las nubes. Tener un auto nuevo en Ecuador es, para la mayoría, solo un sueño. Un ciudadano común, que gana el salario básico, no puede ni pensar en ir a un concesionario y salir con un carro nuevo. No solo es el valor del auto, sino todo lo que viene encima: aranceles, impuestos, seguros, matrículas… es una lista larga y costosa.
Entonces, ¿de qué sirve sincerar el precio de los combustibles si no se sinceran también los precios de los automotores? En un país donde el transporte público no siempre funciona bien y la inseguridad en las calles va en aumento, tener un carro ya no es un lujo, es una necesidad. Pero el Estado parece no entender eso, o no le importa.
Además, no se trata solo de que un carro sea caro, sino de que el costo termina obligando a la gente a endeudarse por años o a comprar autos usados que después salen más caros por las reparaciones. Y mientras tanto, los que sí pueden pagar todo sin problema siguen teniendo ventajas que los demás ni soñando alcanzan.
Una verdadera política de equidad no puede enfocarse solo en lo que le conviene al Estado. Si el objetivo es equilibrar las cuentas fiscales, también debería pensarse en cómo facilitar el acceso a bienes básicos —como un vehículo— sin exprimir a la clase media ni castigar al trabajador que aspira a mejorar su calidad de vida.
Sincerar no debe ser solo subir precios. Sincerar también es revisar qué tan justo es el sistema. Porque si todo se encarece menos los ingresos, lo que se está sincerando en realidad es la desigualdad.